Esperanza Aguirre, esa señora tan malhumorada a quien la democracia nos ha regalado como presidenta de ésta nuestra Comunidad, tiene tanto apego a su infancia que quiere revivirla Caiga quien Caiga (perdón por la expresión, Espe). Y, dentro de todo ese oropel que debieron de ser sus primeros años, Esperanza echa mucho, pero mucho de menos, el colegio de su infancia, aquel donde niños y niñas estudiaban en centros separados, llevaban uniforme y sabían mucho inglés.
En el fondo, opino que esta mujer tiene una pose de catetismo que no la limpia ni el mayordomo del algodón. Tal parece que, en su opinión, lo de fuera siempre es mejor, como si todavía conviviera con el complejo de niño español de los 50-60, que veía extasiado cómo las cosas maravillosas ocurrían allende nuestras fronteras, desde Capri hasta Balmoral. Nosotros, que somos pobretones por herencia y ocurrencia, debemos aspirar siempre a ser mejores. Y ser mejores significa, según los parámetros de Esperanza Aguirre, ser como el de enfrente. Nada de estudiar las propias carencias e intentar trabajar sobre ellas: con imitar al que, en su parecer, más sabe, es suficiente.
No se trata solo de que se empeñe en construir (o destruir) sobre los cimientos plagados de carcoma: para ella la escuela es única y verdadera, de filosofía anglosajona y disciplina prusiana. No me extraña que, con semejante bagaje, la cultura hispánica se la traiga al pairo y que, por ejemplo, no sepa quién es Saramago que, además de hombre y literato, era un tipo muy de izquierdas. En su época de Ministra de Cultura (el puesto más codiciado por todos los pretendientes a ministrables; algo habrá hecho para conseguirlo) demostró que de no iba muy sobrada de ídem, así que tampoco me choca tanto que el sistema educativo español la confunda y la ponga de muy mala baba.
Pero orgullosa como está de ser quien es, pretende atormentarnos con las mismas reglas que valían en su época, una de las más llamativas la separación de colegios por sexos. Entiendo que, durante sus gloriosos años de estudiante, esto de ir a colegios de "señoritas" y de "señoritos" daba como mucho postín. En el siglo XXI, cuando hasta el más lerdo tiene acceso a Internet, no comprendo qué se gana separando desde temprano a aquellos que, por ley de vida y naturaleza social, están destinados a juntarse y/o entenderse. Cuentan quienes semejante tontería defienden, que la separación por sexos es deseable porque los niños son más impulsivos y las niñas más reflexivas, o porque ellos son más de ciencias y nosotras de letras. Me parece una generalización absurda que dice muy poco de la capacidad de educar de quienes la aplauden. Porque esto es como si tomamos una clase de 20 alumnos (¿o ya son 40?) y nos empeñamos, no solo en que todos son iguales, sino que deben de serlo o bien por narices, o bien por huevos. Es absurdo pensar que en un aula de niñas, a todas se les dará bien la poesía y la costura y odiarán los deportes. Tan absurdo como confiar en que, si tienes tres hijos, los tres deben salirte tranquilos y sumisos, como diría el encantador de perros. Todos, al margen de nuestro género, somos dueños de una personalidad diferente, que es lo que nos hace únicos y especiales. Pero pretender que, lo queramos o no, debemos ir a distintas velocidades a la hora de aprender, es como posicionarte en contra del sistema educativo, creando una sociedad segregacionista donde los hombres están destinados a llevar a cabo grandes logros tecnológicos y las mujeres a dar clases y curar enfermos o, lo que es lo mismo, al trabajo de amar que tanto practicaron nuestras abuelas. Y algunas, de muy mala gana.
Este miedo a que niños y niñas se junten (otra vez la recta moral) nos habla de una búsqueda de un pueblo pacato y acomplejado, donde la autoridad pueda ejercer un dominio total y no contestado. Carece de justificación alguna: en las aulas hay listos y tontos y hasta, por mucho que a Esperanza le rechine, ricos y pobres. De hecho, la educación es lo que debería hacernos iguales por abajo. Pero no, aquí parece que la enseñanza tiene que ser a medida... a medida del traje decimonónico con que algunos nos quieren seguir vistiendo.
Otra cosa es esa "aguirrada" de que los menos pudientes puedan llevarse el tupper al cole. No me puedo imaginar cómo estarán las colas para calentarse el cocido en el microondas. Pero lo que las autoridades deberían tener en cuenta, además de la logística, es aquello de "no me des una caña; enséñame a pescar". O sea que, "no me impongas el tupper; dame antes la capacidad y los recursos para poder llenarlo". Se ve que la presidenta no ha caído en semejante detalle, por mucha crisis que nos asole. Es lo que pasa cuando te llamas Esperanza Aguirre y estás todo el día pensando en inglés.
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