viernes, 31 de agosto de 2012

Derecho a sentir

Esta moral de raíces judeocristianas que nos persigue allá donde vamos tiene curiosos efectos colaterales. Uno de ellos, el asumir muchos de sus preceptos sin cuestionarlos, como si fueran algo aceptado y deseado por el universo en su conjunto, evitando darnos cuenta de que, en realidad, obedecen a ciertos mandamientos tan antiguos como demoledores.
Con esta introducción me refiero, por ejemplo, al sacrosanto deber de perdonar las ofensas o al otro, menos predicado, de convertir el odio en amor. De hecho, hasta en los manuales de autoayuda te aconsejan que, si alguien te hace algo, pelillos a la mar. Es decir, que intentes seguir con tu vida porque, de no ser así, se te retorcerán las tripas un día sí y otro también, el karma te convertirá en boñiga y atraerás todas las plagas sobre ti. Y, ojito, porque son unas cuentas.
Lamento mucho no estar de acuerdo con esto. A nadie se le puede obligar a perdonar una jugarreta que le ha dolido en el alma. Lo hará cuándo y cómo crea conveniente y siempre tras la consiguiente petición de perdón. Pero poner la otra mejilla y sonreír con los piños bien al aire para que, al poco, te dejen sin ellos, no procede. Y me imagino que tampoco es mentalmente sano. Del mismo modo, el odio o la rabia hacia otro individuo por algún motivo justificado tiene tan mala prensa que siempre te insisten en que no vas a poder seguir adelante si arrastras semejante karma contigo. Pues va a ser que están equivocados. Es imposible pretender que nos deje de caer mal alguien o que intentemos acercarnos a él únicamente en aras del correcto funcionamiento del universo y el bien de nuestra alma. Absurdo e injusto. Mucho peor sería fingir que aquí no ha pasado nada y cocinar semejante podredumbre a fuego lento mientras, de cara a la galería, intentamos demostrar que ya todo está superado y aquí paz y, después, Gloria Gaynor. Todos podemos convivir con el odio e, incluso, llevarlo con dignidad campechana. Igual que convivimos con la rabia, la vergüenza y la humillación. Otra cosa es permitir que los sentimientos negativos dominen tu vida y recrearte en la aversión un día sí y otro también; pero aun más imposible que camuflar el odio tras la bondad impuesta es no albergar ninguna emoción negativa hacia ninguna cosa y persona. Hay seres humanos y situaciones que siempre nos van a producir la misma reacción en contra, principalmente porque solo a los muy idiotas les gusta que les puteen vivos.
En realidad, todo esto es como el querer. Nadie nos puede impedir querer a algo o a alguien. Otra cosa es permitir que el deseo domine nuestras vidas. No podemos dejar de apreciar a nuestros amigos sin motivo alguno; de la misma forma, no conseguiremos dejar de despreciar a nuestros enemigos si no nos dan motivos certeros para cambiar de idea, por mucho que la ética y esta ley no escrita de la bondad universal nos insista en que tenemos que sacudirnos los malos rollos, como semillas de bergamota que vamos esparciendo a lo largo del camino.
Todos tenemos sentimientos. Buenos y malos. Intentar fingir que los segundos no nos afectan es labor imposible. Ninguna persona alberga el sacrosanto derecho de decirnos qué debemos sentir, a quién tenemos que querer y qué es lo que necesitamos perdonar; si algún día nos sale de los bajos o creemos que hay razones suficientes para ello lo haremos y si no, la Tierra seguirá rotando.
Diariamente nos cruzamos con gente que, directamente, nos la trae al pairo. De las personas que pasan por nuestra vida, solo se quedan en ella y/o en nuestro recuerdo un pírrico porcentaje. Y permanecen porque nos despiertan emociones, positivas y negativas. Empeñarnos en convertir las unas en las otras y las otras en las unas es traicionarnos a nosotros mismos y a ese impulso inexplicable que nos acerca o aleja de los demás. Más aún si lo hacemos por influencias externas que pretenden que vivamos nuestra vida al son que otros tocan. Las cosas tienes que fluir, pero nunca lo harán si permitimos que intereses espúreos nos impongan las reglas.
Nadie nos puede culpabilizar por el hecho de (di)sentir ni por el derecho a hacerlo. Lo único que nos podrían echar en cara sería el ímpetu de algunos en intentar quedar siempre bien con todos. Y la mayoría sabemos que éste es el camino más corto y más rápido hacia el fracaso. A partir de ahí solo queda preguntarte cuándo llegarás al fondo del precipicio.


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