Cuando de pequeños veíamos un musical donde, de repente, entre el café y los postres, los protagonistas se liaban a cantar y bailar como si no hubiera un mañana, creíamos que la vida real nos podía deparar sorpresas semejantes. Es decir, que entre vaivenes emocionales, daríamos con otra persona y nos liaríamos a compartir pasos siguiendo un ritmo marcado, imagino, por la gracia de Dios; si no, no se explica semejante destreza de movimientos. Por suerte para las academias de baile, esto no es así: la mayoría hemos nacido con dos pies izquierdos (algunos con tres) y ya tentamos bastante a la suerte intentando caminar acompasadamente junto a otra persona como para, encima, empezar a bailar un tango en medio de una mercería.
Sin embargo, la fantasía infantil de las acciones conjuntas con música y jolgorio se han hecho realidad por obra y gracia de los flashmob, esa cosa tan bonita de contar los intimidades a ritmo de cumbia, rock o chachachá. Incluso creo que hay un programa en la tele que trata precisamente de eso: declararte a tu pareja o confesarle que sufres de gota mientras un cuerpo de baila se descoyunta a vuestro alrededor siguiendo los atronadores compases de lo último de LMFAO. Todo suena estupendo, si no fuera porque, además de los descojonados amigos que os acompañan en el lance, el invento requiere de una escenografía completa, unos coreógrafos con currículum demostrado y gente que sepa, al menos, mover la cadera sin perecer en el intento.
Como muchas otras cosas y para nuestro escarnio, el flashmob tiene poco de improvisación. Porque a ver qué pareja es capaz de hacer el salto de Dirty Dancing en medio de la madrileña plaza de Callao sin que acaben ambos despatarrados a las puertas del metro. A lo más que llegamos es a perder el sentido del ridículo convirtiéndonos en John Travolta con subidón de fiebre, es decir, horteras del sábado noche. En el fondo, no caemos en la cuenta de que tampoco necesitamos visionar en leotardos todos los vídeos de Zumba para afrontar un flashmob de manual: según esa cosa llamada wikipedia, flasmob sería todo grupo de personas que, reunidos en un lugar público, realiza algo inusual y se dispersa rápidamente. Por esa regla de tres, cierta violencia callejera sería un flashmob, tirarle huevos al coche de algún político tres cuartos de lo mismo y correr delante de las lecheras de la policía, a lo mejor también. Hombre, está claro que sin música queda poco romántico, pero es que el corazón ya lo llevamos partío de casa.
En realidad, lo que más me gusta de este asunto de los flashmob son los absurdmobs, que sería algo así como hacer tontadas en grupo para luego salir por patas. Como los montajes de nuestros simpáticos chicos del gobierno los viernes en el Consejo de Ministros, básicamente. O como esa acción tan hermosa que llevaron a cabo los directivos de Novacaixagalicia con el tema de las Preferentes. O aquella espantá del pocero dejando Seseña a medio construir... Y no sigo porque me emociono. La peculiaridad de los absurdmobs es que son un invento español (catalán por más señas) y eso se nota: solo una gente tan alegre como la que habita a la piel de toro podría hacer tantas estupideces juntas y, encima, irse de rositas. Una pena que lo hayamos entendido al revés y, en lugar de bailar como si fuéramos hijos putativos de Gene Kelly, nos dediquemos a pisar el pie de nuestra pareja hasta dejarle cojo. Lo que los entendidos llaman "reducción al absurdo".
Dicho lo cual, a todos nos encantaría que alguien reclamara nuestra atención a ritmo de hip-hop o cantando una saeta, da igual. Lástima que aquí, a la mayoría nos toca bailar con la más fea mientras otros dan el cante. Eso sí, cualquier día montamos un flashmob de los muy reivindicativos y se caga la perra. En comparación, la toma de la Bastilla va a parecer una rumba de los Chichos. Ya lo veréis.
Por cierto, me niego a hablar de la famosa concejala y su aún más famoso vídeo porno. Siempre que no se haga daño a terceros, la vida sexual de una persona es suya y puede hacer con ella lo que le plazca y con quien más le apetezca. Nadie tiene derecho a divulgar las intimidades de otro ni a juzgarlo por ellas. Y menos aquellos en los que el ofendido ha depositado su confianza. Dicho lo cual, a vivir y a restregarse, que son dos días.
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