jueves, 30 de mayo de 2013

Bienaventurado el bienestar

Los disturbios del otro día en Estocolmo han reavivado el debate acerca de si la plácida sociedad sueca es tan bella y tolerante como se presenta de cara al exterior, o un polvorín que puede estallarles en la cara de los escandinavos a poco que la miren a los ojos.
Por mucho que nos hayan vendido una hermosa e idílica postal de los países nórdicos, con un envidiable nivel de vida, unos paisajes de cuento y una base social bien avenida, la realidad supera la ficción. Y, al parecer, por el lado en el que no debe. De hecho, ya veníamos recibiendo avisos de que la película no era tal y como el guión exigía.
Con Suecia nos pasa como con algunas personas: de tanto decir yo soy generoso, inteligente y atractivo, acabas pensando aquello de "dime de qué presumes y te diré de qué careces" o, lo que es lo mismo, que en realidad es un tacaño, medio bobo y tirando a feote. Suecia en general, y los suecos en particular, se han creado una imagen muy conveniente, de adalides del estado de bienestar que, mire usted por dónde, se les ha vuelto en su contra. Y es que igual que a nosotros lo suyo nos parece el no va más, otras gentes pensaron lo mismo y, deseosas de huir de un entorno para nada idílico, recorrieron miles de kilómetros hasta recalar en las tierras frías del norte y reinvindicar su parte de paraíso escandinavo que les habían vendido. Ante desembarcos no previstos, a los habitantes genuinos de aquellas tierras se les quedó la misma cara que a Mourinho contemplando las gradas del Bernbéu, es decir, de qué he hecho yo para merecer esto. Ni las instituciones, ni tal vez el carácter sueco, estaban concienciados para aceptar y asimilar este advenimiento desde tierras lejanas, despertando miedos mal disimulados y formulando preguntas sin respuestas.
Porque una cosa es recibir con los brazos abiertos y los gestos gozosos al turisteo con divisas frescas, y otra muy distinta plantearse qué hacer con aquellos que vienen a intentar reconstruir su vida y a quienes la administración se ve obligada a dar amparo y cobijo. Hace cuatro años, los disturbios de Malmö ya nos hicieron intuir que el cuadro sueco no se dibujaba precisamente en tono pastel. Y no es porque no nos lo hubieran avisado: yo misma, que sé poco o nada de la realidad de los habitantes del norte europeo pero me he leído los libros de Henning Mankell, me he dado cuenta, gracias a las historias del inspector Wallander, que los suecos no saben muy bien qué actitud tomar con la población inmigrante, salvo acentuar las diferencias consintiendo la existencia de los barrios marginales e, incluso, la no escolarización de niños y jóvenes. Puede que los libros de Mankell sean ficción, pero la realidad que leemos en los periódicos no dista mucho de la visión del escritor, en tanto en cuanto se calcula que hay un 40% de jóvenes inmigrantes, de entre 20 y 25 años, que no estudia ni trabaja ni tiene perspectivas de hacerlo. Lógicamente, entre la desidia de unos y la pasividad y el empeño de los de enfrente en no querer ver, el polvorín se puede incendiar con cualquier escupitajo mal dado.
Se quejan los inmigrantes de que se sienten perseguidos y asediados por la policía, víctimas de la desconfianza de los suecos y blanco fácil de las humillaciones de unos y de otros. A ello hay que sumarle la política de recortes sociales llevada a cabo por el gobierno y su insistencia en cargar la reducción del gasto público sobre los hombros de aquellos que más necesitan ayuda. El cabreo y la indignación están servidos.
No obstante, es curioso el empeño que ha puesto Suecia en enmascarar su realidad: si cada vez que hay disturbios y quemas de coches, al Estado del Bienestar se le muere un lindo gatito, cuando una mujer es asesinada a manos de su pareja, a la nación que encabeza la lista de países paradigmas de la igualdad de género se le descoyunta un fiordo (con permiso de los noruegos). Y es que por mucho que sigamos pensando que el problema de la violencia doméstica es endémico de los hogares más pobres y, por ende, del sur de Europa, tan viscerales siempre, lo cierto es que las estadísticas no mienten, y en el país escandinavo se calcula que, al menos cada tres semanas, una mujer muere a manos de un hombre. En total, hay unos 35.000 casos de violencia en general a lo largo del año, incluida aquella que se ejerce contra niños (sí, también contra ellos). Y todo en un país de unos 9 millones y medio de habitantes aproximadamente. Que alguien se tome la molestia de hallar los porcentajes y los compare con España o Italia, por poner un ejemplo.
Está claro que ni los buenos son tan buenos, ni los malos son tan malos, pero ese empeño nórdico en negar siempre que tienen problemas y mirar para otro lado se está convirtiendo en un peligro para ellos mismos, su estabilidad interna y su credibilidad exterior. Claro que, mientras todos continuemos pensando que Suecia es el país de las mujeres despampanantes, con la sonrisa puesta y el calzón quitado, de Pipi Calzaslargas y de unos señores rubios que escriben novela negra que es un primor, la cosa va bien. Si ese más de medio millón de habitantes díscolos procedentes, entre otros, del Irán de los ayatolas o de la desintegración de la antigua Yugoslavia no les importa a ellos, a nosotros menos.
Faltaría plus.



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