viernes, 1 de junio de 2012

Corazón roto

Hay una persona cercana a mí que no lo está pasando bien por motivos sentimentales. Y aunque sé que muy probablemente jamás llegue a leer este post, siento la necesidad de "recrearme" en su historia, quizás una de las más viejas desde que el hombre es hombre y, como diría Gallardón, la mujer, mujer.
Todo ser humano tiene la capacidad de amar y, por suerte o por desgracia, tamaño don acarrea consigo la capacidad opuesta: la de sufrir. En mi opinión, el primer orgasmo simultáneo de una pareja no tiene lugar en el plano físico, sino en el mental, cuando entre dos personas nacen sentimientos mutuos y ambas lo admiten. Esto, que a priori parece muy sencillo, no lo es tanto, porque la ley de la probabilidad dice que es mucho más habitual encontrarse en situaciones con el paso cambiado, es decir, que el otro te quiere cuando tú no o al revés. Y ahí empieza el lío. O, para ser justos, el no lío.
Ronda por calles y plazas una frase muy cursi que insiste en aquello de que "amar es no tener que decir nunca lo siento". Y una mierda, con perdón. Amar es saber decir lo siento cuando eres consciente de que has ofendido al otro, y no callarte como un cochino jabalín para, acto seguido, tirarte al monte en busca de presas más frescas. Pero, al margen de semejante ñoñez, si tuviera que estar de acuerdo con alguna sentencia de calendario, empatizaría más con aquella que afirma que amar es el darle a alguien el poder de hacerte daño con la esperanza de que no lo utilice nunca. El problema es que, si el sentimiento no es compartido, lo empleará. Y más pronto que tarde.
El amor unidireccional es casi una aberración de la naturaleza a la que no nos han preparado para enfrentar. Sobre todo porque no se puede luchar contra él, y asumir esto último se convierte ya en una tragedia. Imposible cambiar los sentimientos de otra persona por mucho que nos empeñemos o deseemos.  Podemos darnos cabezazos en la pared e incluso inmolarnos en la plaza del pueblo que, aun así, la situación no se va a ver modificada. O sí, pero se hará por lástima, una de las razones más viles para sostener una relación en precario equilibrio.
Cuando alguien se siente abandonado, se echará la culpa, clamará venganza, intentará odiar... todo para acabar idealizando en silencio a la persona que le abandonó o, por lo menos, los momentos que vivieron al alimón. En su fuero interno querrá recrear la euforia que sentía cuando estaban juntos. No entiende que entrega su devoción a una quimera que, de hacerse realidad, no se parecería en nada al idílico escenario alumbrado por su imaginación. Da igual; aquel que no es correspondido monta su propio mundo perfecto, donde el amor es casi tangible e incapaz de comprender por qué el otro no ve lo mismo, una felicidad perpetua de dos almas que están destinadas a comer perdices hasta el fin de los días.
No me quiero poner cursi, pero cuando dos personas van a distinto paso, no hay nada que hacer. Todo lo más, esperar a que el otro recupere el resuello y se plantee que tal vez se ha equivocado. Algo que puede ocurrir o no. En cualquier caso, durante el tiempo de la espera, y como diría Yoda, la ira lleva al odio y el odio lleva al sufrimiento. Entonces, solo tal vez, cuando el que no ha querido quiera, el otro ya no quiera. A lo mejor me he hecho un lío, pero espero que el jeroglífico no sea tal.
Yo soy de esas que piensan que hay que luchar por lo que se desea. Con uñas y dientes, si es preciso. Porque no hay mayor fracaso que el abandonar antes de jugar. Pero es cierto que la lucha puede ser traumática, sobre todo cuando se trata de dominar la voluntad de otro que no quiere ser dominado. En ese caso, la partida no se resolverá en condiciones de igualdad, con uno dejándose llevar y el contrario pensando que el primero ha asentido porque le ama. Y no, no es así.
El tiempo lo cura todo, sí, pero con matices. Porque debemos tener claro que hay personas que se quedan en nuestro corazón aunque hayan salido de nuestras vidas. Y debemos aprender a vivir con ello. Dice otro dicho que el que te quiere te busca, y yo apostillo que no es de recibo permanecer sentado esperando. Hay muchas experiencias que vivir ahí fuera mientras el príncipe o princesa de cuento recapacita. Gente que quiere saber de ti, que no supedita vuestros encuentros a una estúpida agenda en la que tienes poca cabida y que no solo te sonríe por fuera, sino por dentro. Es nuestro deber apretar los dientes, tirar hacia delante y, sobre todo, no echarnos la culpa del supuesto fracaso, porque, quizás, el fallo no ha sido nuestro, sino del otro.
El desamor es así: ingrato, hosco y feo. Mirarle a la cara es descubrir que el Dr. Frankestein que lo propició tal vez esté a la altura del monstruo. Y nuestra vida no merece más horrores que nuestros propios errores.

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