domingo, 23 de diciembre de 2012

El juego del teléfono roto

La gente que lee este blog con cierta asiduidad me insiste en que siente mayor curiosidad por las entradas que tratan temas emocionales o de sentimientos que por aquellas que, como dice mi amiga Carmen, hablan de "filosofía social". Obviamente, a mí me gustan más las segundas que las primeras,  y tal vez por eso no deja de llamarme la atención este desajuste bloguero que sufro en mis carnes. Después de todo, mis emociones y mis reflexiones sobre asuntos que implican a la psique no dejan de ser producto de mis experiencias vitales, que no tienen por qué ser las mismas de los demás o, al menos, no siempre vividas de la misma manera. Sin embargo, reconozco que me deja más tranquila el comprobar que no soy una alienígena y que hay personas que están de acuerdo conmigo: recuerdo que cuando escribí sobre los malos compañeros o sobre la lealtad/delealtad recibí varias adhesiones, la gran mayoría de viva voz, lo cual me hace pensar que a lo mejor sigo siendo un bicho, pero no tan raro.
Hoy me gustaría comentar ciertas situaciones que se parecen mucho a ese juego del teléfono roto que tanta gracia nos hacía de pequeños. Como todo el universo sabe, dicho divertimento consiste en decir algo rápidamente al oído de otra persona y que ésta transmita al de al lado lo que ha creído entender. Lógicamente, de la pregunta inicial al resultado final va un mundo de malentendidos, para jolgorio y risas de los participantes.
En la vida adulta nos sigue encantando jugar al teléfono roto, es decir, comentar cosas sobre terceras personas que acaban extendiéndose hasta dar lugar a apreciaciones que tienen poco o nada que ver con la realidad. Hay a quien le importa muchísimo lo que digan de ellos porque viven del cariño de su público; a una servidora le da más o menos igual, es más, creo que el que ciertas personas, con determinados caracteres y comportamientos muy censurables, hablen mal de ti se puede considerar casi un honor. Voy así de sobrada.
Hace ya casi dos años, en los primeros albores de la primavera de 2011, estuve comiendo con una amiga que, en la actualidad, ocupa un importante cargo directivo en una empresa editorial española de todos conocida. Le contaba lo mal que otra persona muy cercana a mí, también de nuestro sector, me lo había hecho pasar: la desilusión, el desasosiego y la impotencia que su comportamiento me había producido. Ella escuchó mi perorata de principio a fin y, al acabar, me dijo algo que se me quedó grabado y que vendría a ser más o menos esto: "no conozco a x pero te conozco perfectamente a ti y lo que ha demostrado con su forma de actuar es, por encima de todo, una escasa inteligencia. Este mundo en el que nos movemos es muy pequeño y no se da cuenta de que si a mí, que soy tu amiga, me llega su currículum jamás le contrataría, porque recordaría lo que tú me has dicho y la tristeza con la que me lo has dicho y no quiero que alguien capaz de cometer semejante acciones estúpidas e irreflexivas y hacer daño de manera gratuita forme parte de mi equipo". Así, con dos ruedas y un palito.
En ese momento entendí que ya no vale tanto lo que nuestros enemigos confesos digan de nosotros (la guerra es la guerra) sino lo que la gente más próxima cuente. Porque son precisamente ellos quienes mejor nos conocen y su juicio resulta fundamental a la hora de crear una primera impresión en terceros. De una forma u otra siempre condicionamos a los que están a nuestro alrededor para que piensen de una determinada manera: sobre las cosas, pero también sobre las personas. Y no nos damos cuenta del peso que pueden tener nuestras apreciaciones y las opiniones que manipulamos, a veces sin ni siquiera darnos cuenta.
Por ello, creo que tenemos que cuidar muy mucho nuestro comportamiento con aquellos que nunca nos han hecho nada malo sino todo lo contrario. Porque cualquier acto de mala fe, cualquier decisión que deje al otro a los pies de los caballos se extiende como el juego del teléfono roto y, aunque hayamos tomado decisiones producto de un calentón y de una locura transitoria, la tercera o cuarta persona a la que le llega la información (y seguro que le llegará) se hará su propio juicio de la motivación del actor, y dicho juicio será seguramente implacable, que no impecable.
Es necesario defenderse de los ataques, de los comentarios aviesos, de las actitudes malintencionadas y de las personas negativas. Pero creo que debemos tener mucho cuidado con lo que hacemos a aquellos que nos quieren, porque el dolor se ve y se siente aunque el afectado no lo cuente (bonito pareado, por cierto) y, lo que es peor, está sujeto a interpretaciones muy subjetivas por parte del observador que no dejan nunca en buen lugar a quien inflige daño. ¿Cuántas veces hemos juzgado a personas que no conocemos a través de testimonios de terceros? ¿En cuántas ocasiones nos hemos hecho un cuadro realista basándonos solo en las apreciaciones de nuestros amigos? ¿Cuán a menudo hemos querido batirnos en duelo al amanecer después de que alguien a quien queremos y respetemos nos haya contado lo mucho que otra persona le ha hecho sufrir? Creo que nos dedicamos a ello todos los días.
Nos encanta jugar al juego del teléfono roto y no nos damos cuenta de que tenemos que tener cuidado, tanto con la pregunta que hacemos, como con las personas que participan en él. Sobre todo porque quizás no nos guste nada en qué lugar nos deja la respuesta final.



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