Hay en la tele un programa, espectáculo puro, que ha ido dando tumbos de una cadena a otra hasta recalar en ese apéndice de cierta generalista llamado Xplora. Me refiero al ente diabólico conocido como 1000 maneras de morir, que como show no está mal, principalmente porque contiene ingentes cantidades de sangre y risas a mogollón.
El programa en sí recrea muertes estúpidas que se supone que nunca debieron ocurrir y que son fieles reflejos de casos reales. Respecto esto último tengo mis reparos, porque he visto cierto episodios que se desarrollan en países tercermundistas con mandatarios ídem que dudo que hayan existido alguna vez. Ambos. Y aquí debo hacer un inciso, porque no puedo dejar de sorprenderme ante la ignorancia geográfica del norteamericano medio: le dicen que hay un hermoso país centroeuropeo llamado Cortilandia, con un príncipe casadero de buen ver, y se lo creen. Es más, no dudan que alguna compatriota suya vaya a estudiar a tan hermoso lugar, se cruce en un Starbucks con el príncipe de cuento, se enamoren y ella acabe coronada reina. El cómo ha podido llegar una americana a estudiar el anidamiento del colibrí en un país que no existe es un misterio más profundo que el de los agujeros negros. Pero, bueno, estoy convencida de que si a algún paisano de un pueblo remoto de Arkansas le decimos que hay una nación llamada Mercadona en el cuerno de África lo mismo se lo cree. Igual que no dudo que muchos piensen que Oz y el mundo amarillo de los Simpson se sitúan por allá, a mano derecha, lindando con la frontera de Texas.
En fin, volviendo al show con resultado de muerte, en realidad se trata de una sucesión de fábulas muy bonitas cuya moraleja es tan estupenda como poco creíble: los malos son todos unos imbéciles de manual que encuentran una muerte descacharrante en pago por los pecados cometidos. Sería bonito que esto ocurriera de verdad y que los tontos muy tontos finalizaran sus días víctimas de sus tonterías, pero todos sabemos que la realidad, al menos en este caso, no se parece nada a la inventada y aumentada que nos venden en televisión.
Todos y cada uno de los protagonistas de los sketches de 1000 maneras de morir merecen la muerte. Y, sin embargo, en la vida que nos ha tocado vivir, la mayoría contemplamos estupefactos que los malvados suelen irse siempre de rositas y que, para más inri (bonito palabro en este contexto), tienen grandes funerales y emotivos entierros, repletos de gente que dice quererlos, llorarlos y extrañarlos. Y un jamón.
Reconozco que me gusta mucho creer que toda mala acción tiene un castigo y, de hecho, juro que lo he visto. Es cierto que, tarde más o tarde menos, la vida golpea a los crueles e inmisericordes siempre donde les duele, principalmente porque suelen tener un lado tremendamente vulnerable que se esmeran tanto en proteger que, al final, se les ve el plumero y les canta el alerón. Carnaza para sus víctimas. Resulta muy fácil que les llegue la hostia que tanto merecen, la cual se amplifica desde el momento en que a todos nos duelen más las cosas que nos rozan la parte más débil o la herida mal curada. No falla.
Sin embargo, hasta que el karma actúa recompensándonos con la dulce venganza, podemos echarnos a dormir. Y tampoco se trata de quedarnos sentados eternamente en la puerta de casa esperando ver pasar el cadáver del enemigo (muerto de forma estúpida, of course), no vaya a ser que nos salgan llagas en las posaderas y sea peor el remedio que la enfermedad. Tenemos cosas mucho más interesantes que hacer (limpiar el horno, tocarnos la oreja con la mano contraria, mirarnos las uñas de los pies…). Calma chicha, porque el proceso puede ser lento, más aún cuando somos conscientes de que al final lloverá, aunque todos los días nos alumbre el mismo sol de (in)justicia. Al menos en mi caso puedo aventurar en qué lugar les caerá el gran palo a las personas que alguna vez me hicieron daño; no es que sea vidente, es que sé perfectamente dónde son más vulnerables. Porque ellos lo valen.
A los que no profesamos el chollo de la fe nos viene de perlas creer en esta especie de justicia divina, sobre todo cuando la vida se encarga de demostrarnos que teníamos razón. Y es casi lo único que nos queda, porque la otra justicia, la tangible de juzgados y tribunales, se está convirtiendo en una quimera mucho más improbable que la kármica. De seguir por este camino de tasas y recortables, acabaré confiando más en el universo a la hora de poner orden que en nuestro Ministro de Justicia, empeñado en montar un tsunami legal e implantar una justicia al más puro Oeste americano: servil, caciquil, desigual, idiota y tremendamente injusta. Tal vez soy más mala que la tos, pero empiezo a pensar que Gallardón se merece también su altarcito en 1000 maneras de morir, ese limbo de memeces a donde nos gustaría que fueran a parar (ellos eligen su momento de gloria) todos aquellos imbéciles y estúpidos que en algún momento de nuestra vida nos destrozaron por dentro y, a lo mejor, también por fuera. Su indignidad nos debe grandes pedazos de nuestra dignidad y esperemos que algún día empiecen a pagar. Con sudor, si es posible.
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