Confieso que algunos anuncios de la tele me parecen obras de arte. Lo que ocurre es que unos me recuerdan a un cuadro de Botticelli mientras otros se dan más un aire al Ecce Mono. Qué le vamos a hacer: la creatividad humana abarca aspectos más complicados de entender que un agujero negro.
En mi memoria guardo recuerdos de los spots de mi infancia (el de Tulipán, el bote de Colón, los donuts y la cartera...), básicamente clips muy sencillos y fáciles de comprender para una cabeza hueca como la mía. La cosa se complicó cuando a los publicistas les dio por ponerse poéticos y preguntarnos a qué olían las nubes o sacar la mano por la ventanilla mientras iban conduciendo por una de ésas carreteras en las que solo hay armadillos muertos (lo mínimo que te puede pasar es te rebañe la carótida uno de los chicos del maíz). Y es que reconozco que me han parido incompleta, sin el procesador capaz de entender qué demonios me quieren contar los señores que venden coches. Eso o que mis padres no me llevaron a un colegio de pago y, claro, así me va, que o me lo dicen todo mediante una pancarta o no pillo de la misa la mitad.
Pero una de las cosas más entretenidas de esta mi historia de amor unilateral con los spots es tratar de desentrañarlos. Lo que viene siendo, hacer un comentario de texto. Y en este sentido, mi favorito de estas fechas es el spot del perfume Chloé, ése en que una adolescente (si no lo es da el pego) se restriega por la cama con cara de ir muy puesta, mientras una voz aterciopelada y varonil (vaya, ¡ambos adjetivos pueden ir juntos en la misma frase!) le suplica una nueva cita al margen de la que parecen haber tenido el día anterior.
Por el contexto se deduce que la tal Chloé ha vivido una nochecita toledana. Y que ha dejado al de la voz con un calentón más lustroso que los huevos del caballo de Espartero. El susodicho, así, sin conocernos, parece un primor, porque a ver quién es el maromo que te deja un implorante mensaje en el contestador de casa en inglés y en francés. Para empezar, yo no sé los demás, pero el contestador doméstico me resulta un poco out y, para terminar, alguien que conozcas de madrugada lo más que te puede dejar es un guasap que, para descifrarlo, habría que convocar una cumbre de reputados egiptólogos.
Pero no, aquí anda el de la voz, susurrando que quiere volver a ver a la tal Chloé imaginamos que porque el polvo se le ha quedado a medias. Y ella, no sabe o no contesta, con lo que pueden suceder varias cosas: que sea sorda, que viva con sus padres y no quiera darle al molinillo donde le sirven el café o que el pavo ése del teléfono no le guste ni un pelo. Pero como a nadie le amarga un dulce, ahí tenemos a la rubia, toda sonrisas, mohines y retortijones mientras al otro se la va la vida en el discurso.
En un principio da la impresión de que la historia de estos dos no lleva a ninguna parte y que Chloé 2 nos va a sorprender con la pizpireta rubia encamada con un señor con bigote que fabrica relojes, y al bilingüe susurrándole al contestador del INEM que ayer estaba guapísimo y que quiere volver a verlo. Pero como es Navidad y los publicistas nos tienen que dejar la mesa puesta, nos sorprenden con unas secuencias en las que la protagonista se mete en la bañera y, por lo que parece al ver su cara, el agua está fría. Eso o se había encontrado con su patito de goma a pilas.
Con esto quiero decir que a lo mejor Chloé es, como diría Arturo Fernández, "una calientabraguetas" y pretende hacer sufrir a quien la pretende. Lo que viene siendo hacerse de rogar. Pero como a ella el intelectual le pone más contenta que a Charlie Sheen una rueda de reconocimiento, no duda en sumergirse en la bañera a ver si se le pasa. De ser así, pronostico un glorioso final feliz: el de la voz bonita corriéndose una gran juerga en público esa misma noche y la rubia corriéndose en privado. Siempre dicho desde el respeto, naturalmente.
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