El hombre perfecto no existe. Como tampoco la mujer perfecta, el hijo perfecto, la casa perfecta etc., etc. La perfección es una quimera inalcanzable que, aun a sabiendas de su carácter efímero (lo que implica un indudable paralelismo con la felicidad) actúa como acicate para el ser humano. Su búsqueda nos vuelve ambiciosos, nos pone metas y nos estimula, siempre y cuando no llegue a convertirse en una persecución obsesiva, en la que nos obliguemos a nosotros mismos a desechar oportunidades con vistas a realizar sueños inalcanzables.
La persecución de la fantasía del príncipe azul, el hombre o la mujer ideal nos mantiene ocupados gran parte de nuestra vida. Creemos firmemente que hay alguien ahí fuera para nosotros: probablemente habrá "alguienes", pero es nuestra labor saber verlos y apreciarlos, tarea harto difícil porque, en ocasiones, las circunstancias no son propicias y, en otras, no estamos receptivos o no nos apetece. Siempre digo que para que entre dos personas surja algo especial tiene que haber mucho más que la voluntad de las partes: debe darse también el momento y el lugar. De ahí el éxito de ciertos reencuentros, cuando dos individuos se cruzan y no puede ser pero, con el paso del tiempo y, a veces, el cambio de espacio, la relación puede (y a lo mejor hasta debe) nacer y salir adelante.
No obstante, esta teoría elemental de las emociones choca con un enemigo muy poderoso: el propio ser humano. Nos empeñamos en creer que la persona ideal es aquella que más se nos parece, la que comparte con nosotros intereses y formas de pensar. He dicho otras veces que eso no es así, que elegimos a los amigos porque están en nuestra misma onda (escogemos a nuestros iguales) y a la pareja porque es nuestro complementario, aquella persona que solventa nuestras carencias (y nosotros las suyas), que nos ayuda a crecer y nos aporta cosas insospechadas; que nos hace mirarnos desde dentro y comprender cómo nos ven desde fuera y con la que formamos un buen tándem porque, precisamente, cada uno tiene lo que al otro le falta. Un igual está destinado a compartir amistad y a lo mejor ni eso, porque cuando se intenta construir una pareja con quien es casi tu gemelo, las emociones acaban por virar: al principio nos gusta lo que vemos en el otro porque es lo bueno de nosotros mismos; con el tiempo acabamos contemplando, no solo nuestra peor cara, sino el desgaste que podemos causar con la toma de decisiones equivocadas.
En la mujer, la búsqueda del hombre perfecto nos lleva a caer en determinadas ilusiones ópticas, a veces inasumibles e incompresibles. Pero lo más curioso es la diferencia tan grande de lo que consideramos hombre ideal en las distintas etapas de nuestras vidas. El otro día, hablando con una amiga, se preguntaba por qué las niñas preadolescentes e, incluso, adolescentes, sienten tanta querencia hacia los chicos de aspecto afeminado. No soy psicóloga y, por lo tanto, cualquier elucubración que haga va a resultar una perogrullada pero, a lo mejor, se trata de fijarse en individuos cuyo aspecto no denote agresividad (difícil que una niña se enfrente y afronte la necesidad de un macho en su vida). Además, debemos tener en cuenta que todavía se halla muy presente la "rémora" de jugar con muñecas, la mujer-madre que busca un individuo con cara de niño, fácil de manejar y complacer pero que, al mismo tiempo, tenga una apariencia física lustrosa y un rostro agraciado que se salga de la media. Al fin y al cabo, las historias románticas de los dibujos animados y las películas teen nos presentan siempre un modelo de chicos de rasgos femeninos y modales muy poco agresivos.
A medida que la mujer madura y es consciente de su feminidad busca un complemento, el hombre que también sea consciente de su masculinidad. Supongo que los antropólogos lo achacarán al rasgo atávico del macho que salía de caza etc, etc. Ante esto siempre me acuerdo de una tribu que vivía en la Patagonia argentina y donde las mujeres eran las que cazaban y pescaban y los hombres quienes se quedaban en el poblado para defender la nada de los supuestos agresores externos. Curiosamente, en las fotos de la época se observa a mujeres de físico eminentemente masculino al lado de sus machos alfeñiques.
Pero es cierto que en nuestra sociedad, el crecimiento personal nos lleva a la búsqueda de un complemento adecuado. Hemos madurado y no queremos a alguien que sea igual a nosotros (para eso ya tenemos a los amigos), buscamos a un hombre de verdad, con el que compartir ideas y sentimientos, pero que también disponga de todas las características que nos han contado que vienen de serie: la toma de decisiones, la ambición personal, la capacidad de resiliencia y cierta sensación de autoridad que siempre hemos atribuido al varón. Además, lógicamente, de los rasgos masculinos que le son propios. Lo más curioso es que, a medida que una mujer va quemando etapas, ya no le importan tanto los rasgos masculinos exteriores que antes le impresionaron y busca la masculinidad interior, ésa que convierte a un hombre no en "el perfecto", pero sí "el de verdad", "el auténtico".
No voy a insistir en la desincronización sexual que llevamos a cuestas ambos géneros toda la vida, pero creo que una cosa es la necesidad puntual del cuerpo y otra la del espíritu: es decir, que, a veces, no solo son los hombres los que buscan compañeras sexuales "de usar y tirar" (perdón por la desafortunada expresión) sino que es la mujer la que necesita un estímulo puntual para poder sentirse deseable, sobre todo a determinadas edades, cuando el físico no acompaña tanto pero una sabe lo que le gusta y cómo le gusta. Y, sobre todo, lo que no quiere.
A todo esto, y a pesar de mis burdos intentos por buscar una explicación coherente, me sigue fascinando que un imberbe como Justin Bieber continúe siendo ídolo de masas y el príncipe azul para un montón de jovencitas de buen ver. Igualmente extasiada estoy con ese desbaratado plan de cortarle los testículos para venderlos por internet. Supongo que la banda de descerebrados que ideó semejante plan acabaría fotografiándose a lo Carlos Delgado, conseller de Turismo de Baleares, que se sacó una instantánea con un par de cojones de ciervo en la cabeza. Aunque, bien pensado, prefiero no imaginarme a nadie con los huevos de Bieber encima de la almendra. Tengo otras cosas mejores en las que pensar y gente mucho más interesante a la que contemplar.
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