Si un estudiante de Doctorado en Ciencias Políticas me pidiera mi opinión acerca de una posible tesis, le diría que ésta podría perfectamente versar sobre el carácter y personalidad del político español en comparación con sus homólogos de otras nacionalidades. Pienso que todos nuestros dirigentes patrios tienen mucho más en común de lo que aparentan y de lo que quienes les observamos queremos ver. Una de las cosas más llamativas de toda esta panda con aspiraciones a gobernantes que hemos tenido la desdicha de sufrir en los años precedentes es su falta casi total de carisma lo cual, si lo pensamos bien, dice mucho de las batallas internas de las formaciones cuando deben elegir un líder. Llevamos tiempo sin encontrar a alguien capaz de mover corazones y aunar voluntades. Y que nadie me venga con el cuento de que Zapatero era un ser de otro planeta, como no fuera del de Hello Kitty: a quien haya tenido el tiempo y las ganas de ver su última entrevista televisada seguramente le entraron deseos incontrolables de abandonarlo todo y dedicarse a diseñar vestidos para la Nancy, una actividad bastante menos moñas que ser ex presidente y responder tontadas a preguntas de quinto de Primaria.
Un político democrático de manual debe tener, entre otras muchas virtudes externas y algún vicio íntimo, la capacidad y las ganas de negociar y la conciencia de que representa a un pueblo que lo ha elegido. Pues bien, a los que residimos en Madrid y su Comunidad nos ha mirado un tuerto: no contamos ni con lo uno ni con lo otro. Ni la alcaldesa ni el presidente de ésta nuestra Comunidad han sido elegidos por el pueblo llano, así que de entrada la cosa se pone chunga. Pero es que, además, lo de negociar no va con ellos: sobre todo en el caso de Ignacio González, digno hijo putativo de Esperanza Aguirre, el diálogo, la diplomacia y el tira y afloja le parecen cosas de rojos, inútiles e indignos para ejercer el buen gobierno.
No creo que se encuentre solo en la cruzada del ordeno y mando: en este país siempre hemos sido muy reacios a la hora de negociar, como si el hecho de sentarnos a hablar nos empequeñeciera, nos hiciera menos hombres (y mujeres) y constituyera un signo externo de debilidad interna. Luego vemos otros países, donde la diplomacia es arte y la negociación poesía, y se nos cae el alma más allá de los pies.
Ignacio González ha heredado un cargo para el que nadie le ha elegido. Pero el poder es lo que tiene, que crea machos alpha donde solo hay cachorros sin rumbo ni pedigrí. Con permiso de los antropólogos, en las culturas ancestrales el macho alpha era siempre el que lucía el penacho más colorido y reunía más muescas en su revólver o más hendiduras en su hacha. Tan alta consideración nos subyuga aun ahora, cuando creemos que el más alto, más guapo, más aparente y más pintón es también el mejor de los hombres. De ninguna manera.
El vivir es lo que tiene, que te da tiempo a conocer a hombres con todo tipo de plumas. Y a darte cuenta de que oro parece lo que ni plata es. Ni el físico ni el poder hacen al macho alpha. El auténtico, el bueno, es aquel que, más allá de una apariencia agradable o no, muestra respeto por sí mismo y por los demás, apoya incondicionalmente a quienes quiere y a los que le quieren, practica la lealtad, asume sus defectos y debilidades e intenta cambiarlos y, lejos de imponer siempre su punto de vista, se coloca en el lugar del otro y promueve la negociación, ejercitando el entendimiento aunque pierda parte de sus oropeles en el camino.
Todos hemos conocido a machos alpha por fuera incapaces de dar la talla por dentro. Y si ese tipo de hombres alcanza cargos y lugares públicos o se ven empujados a resolver confictos, el vacío, la intransigencia y la falta de agallas aflorará a las primeras de cambio. Porque no es más valiente el que más grita y más trata de imponer su razón sino aquel que es capaz de hacerte callar reconociendo que estaba equivocado. El verdadero, admirado y tan deseado macho alpha.
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