Estados Unidos, la, según algunos, mejor democracia del mundo, tiene un sistema para ejercer control sobre el Congreso como mínimo curioso. Se trata, obviamente, de los populares lobbies, grupos de presión llamados a actuar como puente entre la sociedad y la administración pública pero que, siguiendo la tradición anglosajona de reunir en grupos a gentes de los mismos oficios, se forman conforme a las pautas de una determinada actividad o interés muy concreto.
No solo Estados Unidos tiene el patrimonio de los lobbies; en la Unión Europea también efectúan su cabildeo importantes grupos de presión con sede en Bruselas. Lo que ocurre es que a los del congreso estadounidense los conocemos más gracias a las historias de Hollywood que no siempre los dejan en buen lugar.
Por los pasillos del congreso americano podemos encontrar lobbies de petroleras, de ecologistas, armamentísticos, a favor del tabaco, etc. Quienes los integran tienen como misión intentan influir en los representantes del pueblo para que las leyes que se voten en el hemiciclo les sean favorables. Los congresistas se ven así sometidos a una especie de acoso del que, probablemente, obtengan grandes prebendas. Es, ya digo, una institución muy añeja y que, vista desde el otro lado del Atlántico, encierra numerosos fallos y dudas infinitas, pero que a los norteamericanos parece gustarles. Hasta que algún lobbista es condenado por soborno y entonces la sociedad se pregunta aquello de qué he hecho yo para merecer a éste. Sin embargo, los escándalos son sorprendentemente poco, teniendo en cuenta el poder político y económico y la capacidad infinita de chantaje que atesoran los lobbies.
En Estados Unidos, un país con una financiación de partidos enormemente laxa, no es discutible la presión ejercida por el lobby, más aún cuando se entiende que no solo financian campañas, sino que son capaces de colocar a uno de los suyos en cotas muy altas del poder, como ocurrió con este sujeto, Dick Cheney, que, durante el mandato de Bush jr, nos tuvo a todos agarrados por los huevos y condujo a la comunidad internacional a una guerra absurda que favoreció de madera inequívoca a él mismo y a sus empresas. Ante este panorama, es lógico que a un español de a pie le cueste entender la legalidad del lobby, no así el gobierno que no nos representa.
Los escándalos de corrupción que han asolado, asolan y asolarán a la administración española nos demuestran que un gran número de políticos españoles son fácilmente sobornables y, además, están encantados de serlo. Las constructoras, el colectivo que más dinero ha movido en este país en las últimas décadas ha mandado en plazas, parques y barriadas, comprando y vendiendo gobiernos y colocando hombres de paja allá donde los debía haber de hierro. Y muy pocos políticos han denunciado el acoso y la sinvergüencería de quienes se dedicaban día tras día a presionarles; los consideraban un regalo del cielo y una garantía para su merecida y opípara jubilación.
Creo que a cualquier político de bien, el notar sobre el cogote la presión, el intento de soborno y el chantaje de quien tiene dinero para mover el mundo como se le antoja no debe de ser ninguna perita en dulce. Sin embargo, a nuestro gobierno le encanta sentir el aire tumefacto de la corrupción en la oreja, pero lo que no le gusta nada es oír desde la ventana el clamor del pueblo.
El Estado es una fórmula que no existiría sin un pueblo que depositara en él la soberanía. Hay Estado desde el mismo momento en que hay un pueblo que decide delegar en él. Si el pueblo buscara otra forma de regirse y regir, no estaríamos hablando de Estado y nos limitaríamos al concepto de nación. No voy a profundizar más en el tema, pero está claro que a muchos de nuestros gobernantes se les escapa el fundamento mismo de la democracia, de la soberanía y del Estado. Más a estos señores del PP, que ven nuestras protestas como amenaza cuando nosotros les elegimos precisamente porque prometieron hacer lo contrario de lo que han hecho. Es lógico que protestemos si nos sentimos estafados, del mismo modo que nos quejaríamos si un amigo nos falla o no cumple con lo que nos ha dicho. Pero parece ser que nuestro deber, según el PP, es quedarnos en casa y aguantar; si nos lanzamos a la calle a decirles cuatro verdades a la cara enseguida se sienten acosados, presionados, amenazados y sacan toda su artillería pesada para que entendamos que ellos son las víctimas y nosotros el lobby violento cuya protesta es un atentado a la democracia.
Ahora mismo está teniendo lugar el asedio al Congreso que ha mantenido a los diferentes grupos de movimientos ciudadanos sumidos en un guirigay de lo apoyo/no lo apoyo. Por mi parte, simplemente paso, pero lo que más me acojona de todo esto es que el gobierno lleva días, sino semanas, advirtiéndonos de que va a ser algo violento, antes de que siquiera se hubiera producido. Tal pareciera que buscaban que el acto acabara como el rosario de la aurora. Ellos mismos nos han hecho creer que no solo está mal asediar el Congreso, sino que es un delito. Ayer mismo, la delegada del gobierno en Madrid, la señora Cifuentes, se jactaba de haber detenido a unos jóvenes junto a la Facultad de Periodismo cargados con cócteles molotov que, "seguramente" serían usados en el numerito de hoy frente al Parlamento. Está claro el mensaje: "¿veis como estos muchachos son violentos? ¿No os lo decía yo, animalicos?". Pues sí, lleva tiempo diciéndolo. Lo que ocurre que también nos gustaría saber qué hacían estos individuos merodeando por Periodismo, quiénes eran y a qué grupo anarquista que, según Cifuentes, no se puede nombrar pero haberlo haylo, pertenecían. Somos así de curiosos. Es tan oportuno encontrar a tres mangantes con armas en su haber el día anterior de una manifestación peligrosa que te cagas como que a Fabra le toque la lotería mil veces seguidas si es menester.
El gobierno denuncia que somos nosotros los que presionamos, amenazamos, sobornamos y tratamos de condicionar las votaciones del Congreso con esa cosa tan nazi llamada escrache, por solo mencionar una de las estupideces que se nos pasa por la cabeza. Semejante comportamiento, en otros países, sería concebido como un vehículo más de expresión de la democracia, pero nosotros tenemos que aguantar que nos tilden de antisistemas y violentos por ejercer nuestro derecho a quejarnos de las mentiras y los engaños sistemáticos de un gobierno que, está claro, no nos merece. Ya va siendo hora de encontrar nuevas formas de delegar nuestra soberanía.
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