No creo que rompa muchos moldes si digo que mi personaje favorito de Juego de tronos es Tyrion Lannister. Probablemente, al 90% de la población que haya leído las novelas de George R.R. Martin le ocurra lo mismo y ande en estos momentos enamoriscado del enano de la Casa Lannister.
Y digo enano en el sentido literal, porque en Juego de tronos no valen las medias tintas y con Tyrion no sirve decir aquello de que se trata de una persona aquejada de acrondoplasia: es un enano y ello le lleva por la calle de la amargura, pero también le dota de una mente llena de recursos a la que ha mimado con esmero. Me parece bien. Siempre me he preguntado en qué tipo de sociedad vivimos en la que yo no puedo decirle a una persona obesa "creo que has subido un par de kilos" mientras que a ella sí me puede llamar a mí "gilipollas", "imbécil" o hasta "putón verbenero", a solas o delante de terceros, sabiendo perfectamente que las reglas de la buena conducta me impedirían revolverme haciendo alusión a su físico, ya que eso sería un claro acto de discriminación. Acojonante.
En el caso de Tyrion, él sabe que es un enano y los demás también. Él se lo llama a sí mismo y los demás también. Pero lo más relevante de todo es que, a medida que pasas las páginas, su físico solo es importante cuando él le da relevancia para justificar ciertas tramas: en el resto de la lectura, el pequeño de los hermanos Lannister se convierte en uno de esos queridos personajes con aristas, debilidades y grandes méritos que lo convierten en un bombón para que los que estamos al otro lado y gozamos como perras cuando le pone las peras a cuarto al memo de sus sobrino, el reyezuelo Joffrey Baratheon, que sería a Juego de tronos lo que el pomposo de Kim Jong-un a la historia moderna.
Me apasionan los episodios protagonizados por Tyrion Lannister de la misma manera que me aburren seriamente las andanzas de los personajes femeninos adultos de la serie, a los que no veo bidimensionales sino unineuronales. Las malas son muy malas y las tontas son muy tontas, tal pareciera que, en algunos casos, Martin las hubiera zurzido en la trama para justificar el que de alguna hembra tengan que nacer los machos de la saga. Además, obviamente, de resultar imprescindibles para satisfacer las necesidades sexuales de los varones, sobre todo de aquellos que han jurado voto de castidad y que tardan cero como en sentir picores en su noble entrepierna. Salvaría a pocas damiselas, entre ellas quizás a una zagala que, si hubiera nacido a finales del siglo XX, hubiera entrado en Gran Hermano para costear su operación de cambio de sexo y hacerse un Interviu, pero como no es el caso, ahí la tenemos, surcando ríos, subiendo montañas y midiéndose con todos los salteadores de caminos para ver quién la tiene más larga. La espada, me refiero.
Volviendo a mi admirado Tyrion, su mente, su cuerpo y su sexualidad son retratadas sin pudor alguno. Sabemos lo que piensa, el tipo de hembras que le pone, las barbaridades que es capaz de cometer, y llegamos a necesitarlo en casi todas las escenas para que les diga cuatro verdades a la cara de los hombres, mujeres y viceversos que se pasean por los distintos reinos luciendo palmito y conspirando como si el poder fuera un gran juego de Risk. Imagino que cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia, y que Martin sabe bien que, en éste y en otros mundos, el fin justifica cualquier medio y que el poder y el sexo (ejercido siempre como sibilina forma de dominio) mueven muchas voluntades.
El enano Tyrion es la conciencia de aquellos que le rodean, a quienes les repugna su fealdad, tal vez porque les recuerda a su propia alma. La mayoría de los que verdaderamente le aprecian o le tienen algo de respeto (pocos) no se atreven a interactuar con él olvidando su físico, dejándose llevar por esa hipocresía de la que hablaba antes: prefieren aguantar todas sus provocaciones antes de llamarle enano y, además, feo. Él lo sabe y se aprovecha, aunque a veces le saque de quicio tanto bienqueda. Nada nuevo bajo el sol.
Por ello, insisto, me gusta que Martin nos haya planteado semejante interacción de una manera tan poco delicada: vemos la fealdad y otras singularidades asociadas al físico y aguantamos cualquier desmadre cometido por el afectado solo porque "bastante tiene con lo que tiene". No digo que haya que acosarle y pasarle sus miserias por la cara (eso solo lo hacen los villanos más perversos), pero sí ser conscientes de que nadie puede excusarse en determinados complejos para abusar del poder que le da el ser diferente. Y, desde luego, tampoco aplaudir a quienes le jalean y consienten porque no se atreven a decirle cuatro frescas escudándose otra vez en el dichoso "pobre, con lo mal que lo pasa…".
Me está costando acabar Juego de tronos. Sobre todo porque, entre libro y libro, tengo una vida y otras historias que leer. Pero ahora he entrado en barrena: he empezado un volumen (no diré el cual) en que Tyrion no aparece por ninguna parte. Me siento un poco viuda. Me sobran un montón de aspirantes al trono y me falta el intrigante, la estrella de la película, la bestia del reino. No sé si seguir leyendo como quien repasa el Nuevo Testamento, esperando que la chica de los dragones separe de una vez las aguas o acometa algún milagro, o plantearle a George R.R. Martin la separación temporal y el cese de la convivencia. Sin Tyrion hay tronos, pero no estoy yo muy segura de que haya juego...
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