"Cuanto más gente conozco, mejor me caen los Corleone". La frase no es mía, sino de Maruja Torres, aunque bien la podía suscribir una servidora. Sobre todo en esta época de vacas lisiadas, en la que es increíblemente fácil tener unos minutos de (mala) fama. Tanto así que empiezo a pensar que en España no eres nadie si no cometes un delito o, al menos, vas por la vida de presunto culpable.
Esta tarde la merienda nos supo a gloria con la imputación de la infanta Cristina en el caso que se sigue contra su marido. Hay que alegrarse, no tanto por la desgracia de su gracia, sino por el gran favor que ha hecho el juez Castro a la causa feminista borrando de un plumazo la idea que empezaba a calar entre la ciudadanía por deméritos de Cristina, Ana Mato y Cifuentes entre otras joyas de la corona: el que una mujer, cuando se casa, no solo gana un marido sino una soberbia tontuna que la acompaña ya de por vida. Al fina, el juez se ha percatado de que nuestra infanta sabía perfectamente lo que hacía su duque y que éste, en lo referente a sus labores, se parecía más a su homónimo de Sin tetas no hay paraíso que al renombrado Duque de Borgoña, conocido como Felipe El Bueno, gran impulsor de la cultura y la prosperidad.
Poco después, cuando ya preparábamos la cena y descorchábamos el champán, nuestra Casa Real ha sacado las uñas para defender a sus cachorros, lo cual me ha llevado a reflexionar nuevamente sobre los Corleone y llegar a pensar que hay familias que tienen mucho más peligro que las mafiosas. Mucho se ha dicho de que el rey, antes que hombre, es monarca, pero lo que ha demostrado don Juan Carlos es que es tan humano y animal como el que más y que le pierde aquella soberbia que le dejó en herencia Francisco Franco, el dictador que siempre quiso ser mejor amigo de un tal Hitler.
Otra familia que sabe mucho de soberbia son los Aznar, quienes, según publica el diario El Mundo, recibieron en su día clases de golf por valor de 12.000 euros costeadas por el Ayuntamiento de Madrid, o sea, nosotros, los contribuyentes. Vaya por delante que tengo el mismo interés en el golf que en las aventuras deportivas del patriarca de los Aznar y que ambos me parecen básicamente lo mismo: un palo con una cabeza muy dura. Pero cuando pienso que, gracias a los inocentes madrileños y al ex alcalde Álvarez del Manzano, a quien Dios guarde en su retiro, Ana Botella puede presumir de saber lo que es un Backspin, se despierta la fiera de mi niña y me entran ganas de enseñarle de primera mano lo que significa uppercut (quien no lo sepa que lo mire en Google). De forma gratuita y sin costes para la comunidad.
También anda sobrado de soberbia y mala leche mi paisano Núñez Feijóo, ese aprendiz de político que soñaba con hacer carrera en Madrid y que ahora se desenvuelve como presidente de Galicia. Cuidado con lo que deseas porque puede llegar a cumplirse. Este hombre, que, como ya digo, fantaseaba con comprase fincas al lado de las propiedades del banquero Botín y ser ministro, frecuentaba la amistad de Marcial Dorado, algo irrelevante si no fuera porque Feijóo tenía entonces un cargo en Sanidad y Dorado era un narcotraficante muy popular en la comunidad gallega. Así que mientras las Madres contra la Droga se desgañitaban pidiendo justicia ante el despacho de Feijóo y otros cargos políticos, exigiendo que se persiguiera al narcotráfico y se juzgara a los culpables de que en varios pueblos de Galicia se hayan perdido entre una y dos generaciones, Alberto dedicaba su asueto a recibir ofrendas del narco sin que le temblara el pulso ni la cámara de fotos. No estamos hablando de un querido amigo del instituto que luego se torció, sino de un señor que era contrabandista ya cuando fueron hechas las presentaciones y al que no dudó en reírle las gracias mientras podía sacar provecho de invitaciones y agasajos varios. Si esto fuera un país normal (Francia sin ir más lejos), Alberto Núñez Feijóo hubiera presentado su dimisión, pero como estamos en una república bananera, estoy convencida de que en las próximas elecciones sacará mayoría absoluta y que, incluso, logrará hacer carrera en Madrid. Final feliz.
Lo que hace medrar mi cariño hacia los Corleone es que ellos, pobrecito míos, tuvieron un final infeliz, digno de auténticos malos de culebrón hijos de la chingada. En cambio, nuestros Corleone de pacotilla siguen ahí, pegados a su poltrona, aferrados a sus privilegios y riéndose de Janeiro.
Dicen que, a veces, las personas no nos gustan porque reconocemos en ellos características que aborrecemos de nosotros mismos. Tal vez. Pero es mucho más fácil entender que algunos no nos gustan porque, en realidad, les importa lo que viene siendo un mojón gustarnos. Se quieren tanto que en su corazón de melón no cabe sitio para nada que no sean ellos mismos y sus mecanismos. En comparación, mis admirados Corleone son como querubines tocando la lira o pajaritos trinando en la ventana de Nicolás Maduro. Pero esta, claro, es otra historia.
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