Decía hace poco un alcalde gallego que las mujeres son (somos) feministas hasta que se casan. En cuanto lo oyes deseas que alguna conjunción astral acabe como esas películas tan ñoñas en que dos personas cambian de cuerpo y se ven obligadas a vivir la vida del otro. Sería interesante que el alcalde experimentara, como por arte de magia, lo que es ser mujer y no morir en el intento.
No me considero una apasionada seguidora del movimiento feminista, mucho menos en su vertiente más reivindicativa, que tanto lustre tuvo allá por los 70 y que veía en el hombre el enemigo a batir. Creo que hombres y mujeres somos física y químicamente diferentes, y que precisamente ahí radica la gracia de este Tetris que nos vemos obligados a completar desde que el mundo es mundo. Sin embargo, sí siento tremendamente afecta a la igualdad de derechos y oportunidades y convencida de que las diferencias biológicas no pueden ni deben acarrear el dominio de un sexo sobre otro, menos aún en aras de la testosterona que tantos disgustos ha reportado a la humanidad.
Cuando era pequeña me regalaron un libro protagonizado por dos memas llamadas Jazmín y Petunia. Era la época en que devoraba los tebeos de Superman y empezaba a adentrarme en el inocente y lógico mundo de Los Cinco y sus aventuras. No sabía si de mayor quería ser Superman, pero estaba convencida de que, en modo alguno, hubiera ansiado ser alguna de esas ñoñas de nombre tan cursi como los rizos y lazos que lucían. Con el tiempo una aprende que lo del príncipe azul es una falacia y que eso de te trataré como una reina mejor que no (solo hace falta ver cómo nuestro Juancar se las gasta con Sofía). Creo que ya he contado alguna vez que me quedé ojiplática cuando, durante un viaje a Ushuaia, me explicaron el modo de vida de las tribus originarias del lugar. De hecho, en las imágenes que contemplé, me parecía que no había mujeres y que aquello estaba repleto de aguerridos machos de lanza en ristre. Pues bien, los aguerridos machos eran en realidad damiselas que se veían obligadas a hacer el trabajo más duro en un clima gélido (cazaban, pescaban, navegaban) mientras los muy hombretones se quedaban al amparo de la roca azuzando el fuego. Cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia.
No está en mi propósito generalizar y, de hecho, espero que lo que voy a exponer a continuación no sea una situación general sino todo lo contrario, pero ese cambio del que hablaba el alcalde bocazas tal vez sí se de, aunque no tanto en las formas como en el fondo. Y es que cuando una mujer se empareja en una relación sólida y duradera (insisto en que espero que no sea una ley de común aplicación) se ve obligada a adaptarse a una nueva situación que no se parece en nada a esa fantasía idílica del comieron perdices. Desconozco el por qué, pero el hombre tiene la mala costumbre de delegar en la mujer, ya no solo las tareas del hogar, sino también las administrativas (recordar fechas señaladas, incluso de la familia política), educativas y hasta sanitarias. Estando como estamos, genéticamente programadas (aunque nos fastidie) para esperar que un hombre ejerza el papel que le corresponde atávicamente y tire del carro, somos nosotras las que nos vemos obligadas a tomar las riendas y desgastarnos emocionalmente mientras el amor de nuestras vidas intenta cambiar lo menos posible su hábitos de antes, algo que resulta verdaderamente dramático cuando hay niños de por medio. Si una madre de familia se pone enferma, alguien lo estará más que ella; si se preocupa, alguien tendrá más razones que ella para hacerlo; si se deprime, alguien lo estará aún más. Incluso si se siente feliz no celebrará su felicidad, sino la de otro que considere tener más derecho.
Los problemas del día a día (no los grandes retos empresariales, ni, por supuesto, las epopeyas vacacionales) acaban siendo asunto solo de uno. La mujer se ve obligada a sufrir en el entorno laboral, intentando conciliar como puede y que no la miran mal por salir con la hora pegada al culo para llegar a recoger a los churumbeles a kárate; debe tragarse sus malos rollos y sus comeduras de coco amén de sus conflictos (esa sensación de que nadie la oye ni la escucha y que así será hasta el final de los tiempos); necesita tener la ropa limpia, la comida en la mesa a su hora y estar contenta, feliz y descansada para que ese instinto sexual que no le permiten haber perdido entre estrés, depresión y decepción, se canalice como es debido. No recibe abrazos: los da. Aprende a repartir entre los demás lo que ya no espera para ella.
Cuando una mujer se empareja y da inicio a un proyecto de vida, más temprano que tarde se convierte en un símbolo de la unidad familiar, un pilar al que todos se agarran pero al que nadie mira o al que muy pocos saben ver. Tiene que ser una buena madre, una excelente esposa, una trabajadora impecable y, además, lucir un físico de veinteañera, porque quienes más dicen quererla no le permiten envejecer ni abandonarse bajo riesgo de ser abandonada. Y, sobre todo, debe ser práctica, aprender a resolver conflictos, a gestar decisiones impopulares y a asumir como propias responsabilidades que siempre entendió que serían compartidas.
Claro que las mujeres mutamos, porque sabemos adaptarnos y entendemos la capacidad de sacrificio mejor que cualquier mártir de los que jalonan los catecismo. El problema entonces tal vez no sea nuestro, sino del sexo contrario, porque mientras nosotras hacemos de tripas corazón y asumimos nuevos roles aunque nos desagraden, los hombres luchan contra viento y marea para seguir siendo como siempre se han visto: libres, jóvenes y triunfadores. Sin embargo, la resistencia al cambio que tanto practican (cuando no están gastando sus energías en volver a ser el joven que una vez desearon ser y que nunca existió salvo en su imaginación), tiene un efecto nada secundario: que acabamos viéndolos como realmente son. Y ahí empieza la lucha de sexos, ésa en la que ellos se defienden con armamento pesado y nosotras con biberones y pinzas de la ropa. No sé quién ganará, pero sí puedo adivinar quién tiene todas las de perder.
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