Soy de ese tipo de mujeres (haberlas, haylas) que jamás ha tenido una Barbie y que nunca en su vida ha jugado con ella. Tampoco es que haya pasado muchas horas compartiendo y departiendo con muñecas, la verdad, pero confieso que no me atrae en absoluto esa rubia y curvilínea beldad. Tal vez porque no me recuerda a nadie que conozca (mucho menos a mí misma) y no consigo establecer lazos de identificación subliminal que a toda hembra se le presupone con la representación icónica de ciertas figuras de su mismo sexo.
No soy rubia; no tengo ese tipazo ni lo pretendo; jamás me han presentado a Ken y, sobre todo, no vivo en un mundo color de rosa en el que desde el tampón hasta el descapotable que no poseo son del tono de las fresas en verano y las flores en primavera. De hecho, aborrezco el mentado color y, si no fuera por los riquísimos pastelitos Pantera Rosa que me alegraron tantos recreos, lo eliminaría de la lista Pantone.
Mi desapego con Barbie es inversamente proporcional a lo bien que me suele caer la gente que la colecciona. Hablo de los que conozco, lógicamente. Al mundo entero le sorprendería ver cómo es el perfil medio de quien atesora este tipo de muñecas y que suele corresponderse con personas nada ñoñas y cero cursis. Esta misma semana conocía a uno de esos individuos (individua en este caso), que no sabía explicarme el por qué de su amor incondicional hacia la rubicunda muñeca cuando ella es un ser pensante que, en principios y en comportamiento, está a cien mil kilómetros del mundo Barbie. El corazón tiene razones que la razón no entiende.
Algo posee esta norteamericana de pro para enganchar tanto y a tantas generaciones. La muñeca ya tiene una edad y, no obstante, ahí sigue, con la sonrisa congelada, como recién salida de un capítulo cutre de Dinastía o de un concurso de belleza de algún pueblo de Alabama. A sus 54 tacos, ella continúa luciendo palmito, inalterable e impertérrita, con su tira y afloja con el Ken que le regalaron en algún cumple, haciendo cupcakes y haciéndose tratamientos de belleza. Irreal como una película porno: con cintura diminuta, tetas XL y la menopausia, ni verla.
Su longevidad y buen estado de salud propician el que, de vez en cuando, surjan cruzadas en su nombre. La última, por ejemplo, es de ésas polémicas inútiles que te obligan a tomar partido aunque, en el fondo, consideres que se trata de una soberana estupidez. Como diría mi madre, que de Barbie tiene lo mismo que yo, o sea nada, "de algo hay que hablar". Y hoy se habla bastante de la Barbie de diferentes nacionalidades que, según Mattel, el paritorio de todas las muñecas, ha sido concebida para eliminar barreras y fomentar la tolerancia. No sé yo. Déjenme decirles que la nobleza del propósito no justifica la ineptitud de los hechos o, en otras palabras, muy de Derecho Penal, "la causa de la causa es causa del mal causado", esto es, quien crea el mal es su causa y, por tanto, responsable del mismo.
Por muchas justificaciones y pompones rosas que exhiban los creativos de Mattel, lo único que han logrado con este agradable grupito de Barbies foráneas es redundar en el estereotipo. Por ejemplo, la Barbie española toma las calles y jugueterías, cómo no, vestida de flamenca y a punto de obsequiarse con una procesión de la Semana Santa sevillana. Personalmente, el que la vistan de faralaes o de fallera me toca un pie, pero sí me gustaría apostillar que a mí, aun siendo española, la cultura flamenca me resulta muy lejana, lejanísima, en cualquiera de sus manifestaciones artísticas. En el fondo, creo que me sentiría más identificada con un islandés que con alguien de Almería; a lo mejor es que, como siempre me acaba diciendo alguien, los que nacimos allá en el norte, a mano izquierda, somos raros de cojones.
Otra de las Barbies, sin embargo, me produce más escozor. Lejos de asemejarse a alguno de los pobladores indígenas que han dejado su huella en el país, Barbie México tiene el físico y el vestido de una aspirante a Miss Universo nacida en algún indefinido lugar del planeta. No creo que la gran mayoría de los ciudadanos y ciudadanas mexicanos sientan ese lazo de cariño con la muñeca del que yo misma carezco. Más aún cuando a dicha Barbie le acompaña un accesorio estrella: el pasaporte. Sí señores, esta criatura de plástico no es una de las muchas indocumentadas que se juegan la vida intentando cruzar la frontera o que sobreviven gracias a la economía sumergida de los Estados Unidos; la Barbie mexicana, además de vivir en un mundo mitad rosa, mitad azul celeste, tiene los papeles en regla. Con eso y con su físico de heroína de culebrón, tira millas.
Ahora mismo, en Estados Unidos se debate una ley migratoria que, probablemente, acabe regularizando a gran cantidad de inmigrantes. No puedo menos que congratularme por ello; ya va siendo hora de que se respeten los derechos más elementales del ser humano y se les permita el acceso a los servicios básicos a gente que vive y trabaja por y para un país que ya es el suyo. Sin embargo, detalles como esta Barbie de pacotilla, que se presenta a las niñas con el pasaporte en mano, no hacen sino incrementar el concepto de que no solo no somos iguales, sino que la diferencia importa y define.
Y la Barbie mexicana no es la única "curiosidad" de este singular mundo en e que todo es de color rosa furcia: su homóloga japonesa parece una mala imitación de Shirley McLaine en Mi dulce geisha y la holandesa de la impresión de que la acaban de sacar del mostrador de los quesos en el supermercado, justo entre los congelados y las galletas. Somos así de modernos, liberales y viajados.
Por lo menos, he de decir que Mattel le ha adjudicado a su chica mexicana un fiel amigo: un perro chihuahua. Así me gusta, innovando. Pero no nos quejemos, que el chucho lo mismo ladra. Nada que ver con el Ken de turno (llámenle ustedes Pancho) del que dudo que tan siquiera mueva la colita. Ayyy...
No hay comentarios:
Publicar un comentario