lunes, 8 de abril de 2013

La más grande

Menudo día llevamos hoy. Primero se nos muere Sara Montiel, ídolo de adolescencia de mi padre, y, casi a la par, Margaret Thatcher, la dama de hierro. O de cemento armado. O de lo que sea...
Como a mí la vida y la carrera de Sara Montiel me tocan bastante de lejos (vamos, que ni me rozan) tendré que dedicar unas letras a la Thatcher, esa mujer que empezó a gobernar en mi infancia y que prolongó su mandato hasta el infinito y más allá. Recuerdo que de pequeña pensaba que tenía cara de teleserie y que bien pudiera ser protagonista de Los Roper o algún otro show entre Benny Hill y El nido de Robin. Vamos, que me resultaba hasta graciosa. Ella y su cardado.
Con el tiempo me di cuenta de que la conservadora Margaret no había llegado a este mundo precisamente para despertar la risión, sino para desesperar a gran parte de sus compatriotas mientras a otros muchos (animados por sus proclamas) les entraba el furor patriótico, ponían el arma a punto y se iban a marcar territorio a las Maldivas, ese archipiélago que existe (mediáticamente hablando) solo porque los argentinos se empeñaron en ocuparlo y los británicos, en reivindicarlo.
Los primeros años del gobierno de Thatcher fueron bastante prósperos y la economía británica se puso las pilas hasta casi dar miedito. El problema vino después, cuando Margaret se convirtió en ejemplo de neoliberalismo, recortes y una especie de asedio a la clase trabajadora que, si a alguien no le suena, es porque está muy sordo. No resulta extraño que personajes como Esperanza Aguirre y otras chicas tremendamente populares piensen que la que fuera primera ministra durante un porrón de años es el ejemplo a seguir y la diosa a quien adorar. Aviados vamos.
En lo personal, reconozco que tengo un conflicto con la Thatcher. Por un lado me hipnotiza y por otro me repele. Y ni siquiera la versión más amable que encarnó Meryl Streep en el cine me conmueve hasta afirmar que estamos ante una estadista de una raza superior. Solo hay que ver cómo trató a la clase obrera en general y a la minería en particular, y echarle un vistazo a todas las protestas, levantamientos y empobrecimiento de determinados grupos sociales que se produjeron mientras ella ocupó el número 10 de Downing Street. No digo yo que esta mujer no tuviera iniciativa, intuición y devoción por la cosa política; lo que me produce rechazo es esa manía tan conservadora de gobernar solo para una parte de la población que, dicho sea de paso, han heredado sus ínclitos seguidores. Y seguidoras.
Algún tertuliano por ahí ha dicho que uno de los grandes méritos de Margaret Thatcher fue meter a los sindicatos en vereda, unas agrupaciones que venían muy subiditas de casa. Mire usted, estamos hablando del país que parió la revolución industrial y acunó el movimiento obrero: si sus sindicatos no están medianamente organizados, mejor nos vamos todos a Suiza a comer chocolate y pintar billetes de verde. La, para algunos, gran labor de la Thatcher, fue ahogar tanto a los trabajadores y, por ende, a sus familias, que convirtió las reuniones sindicales en una jaula de grillos y las disensiones en un arma que dinamitó parte de la voluntad obrera desde el corazón de la misma. Y, mientras la primera ministra se dedicaba a aplicar su neoliberalismo donde más daño podía hacer, seguía cultivando su inmenso desprecio hacia la Unión Europea y sus sueños de convertir al Reino Unido en los reyes de una Europa neoconservadora.
También hoy se ha hablado mucho de esa curiosa amistad que mantenía con Ronald Reagan. No lo llames amor cuando quieres decir sexo. Y es que, en mi opinión, estamos ante dos personas que no es que se entendieran, sino que se retroalimentaban: por un lado, Reagan, haciendo el papel de su carrera, dirigido con mano de acero por el ala más dura de su partido; por otro, Margaret, admiradora fiel de los ultraconservadores americanos y siempre dispuesta a hacer negocios con el aliado más poderoso. Ambos fueron las caras visibles de un matrimonio de conveniencia en el que uno quería mientras el otro se dejaba querer, pero del que ambos sacaron tajada hasta el punto de poner las semillas de la política moderna. Sí, ésa misma que media Europa está padeciendo en la actualidad y que tanto daño ha causado, causa y causará al llamado Estado del Bienestar.
A todo esto, juro que mi propósito de hoy no era ensañarme con Margaret Thatcher (un bombón para los estudiantes de Ciencias Políticas) sino comentar ese acto de fe de mi gran héroe y, a este paso, nuevo mejor amigo, el ministro del interior, Jorge Fernández Díaz. Cuentan los periódicos que una monja (de las que llevan velo en la cara) fue a una comisaría a renovar su Documento Nacional de Identidad y la policía allí presente le conminó a retirarse el velo para que se le pudiera ver el rostro y comprobar que, efectivamente, sus rasgos correspondían con los de la fotografía exhibida. La monja, que seguro que no ha hecho voto de silencio, se lo contó a Dios o sabe usted a quién. El caso es que la anécdota llegó a oídos del ministro que, ni corto ni perezoso, llamó a la comisaría de autos para pedir explicaciones. Insisto en que la policía ni cacheó a la hermana ni le pidió que se desnudase o, simplemente, se quitase los zapatos para comprobar si llevaba un cóctel molotov escondido en el empeine: simplemente le requirió la retirada del velo. Se ve que para Fernández Díaz, un hombre de misa diaria y que ama al altísimo por encima de todas las cosas (sobre todo de su trabajo), el pedirle a una monja que se retire el velo puede ser una falta de respeto y un símbolo de ateísmo punible y perseguible por la justicia divina.
Y yo me pregunto dónde estaba el ministro la última vez que ésta que escribe se acercó a comisaría a renovar el DNI. Cuál no sería mi sorpresa cuando la funcionaria de turno se negó a hacérmelo alegando que yo "salía demasiado morena en la foto". Sin saber si culpar a la administración por lo burdo o a mis padres por lo obvio, me dirigí a hacerme de nuevo las dichosas fotografías. Tras explicarle el problema a la señora del estudio (como para fiarse de un fotomatón), me enchufó cuatro focos a la cara y, no contenta con ello, le aplicó un estupendo lavado de photoshop a mi ya espantado rictus. Resultado: la fotografía que ilustra mi DNI es una dignísima imitación de cualquiera de las caras de Bélmez. Si lo sé no vengo.


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