El verano da para muchas cosas, entre ellas echar un vistazo a la lamentable programación que asola nuestras televisiones como si fuera el fin del mundo. Reconozco que a veces lo parece.
Entre show y serie, el otro día vi esa propuesta de la MTV llamada Catfish, que seguramente llevará mucho tiempo en antena, pero como mis visitas televisivas últimamente se ven reducidas al absurdo, pues resulta que no me había percatado de su existencia. Probablemente quedaré de boba tirando a inútil y a lo mejor media humanidad se declara seguidora incondicional de tan talentoso programa, pero mi primera vez ha sido como todas las primeras veces, que no sabes muy bien si duele o da gustito.
Para quien se halle como yo, en el limbo de las guías de programación, decirle que el planteamiento de Catfish es tan ingenioso como lógico: un tipo que se lanza a las mieles de internet buscando pareja, la encuentra y, cuando llega el momento de la verdad, de catar y ser catado, se da cuenta de que su embelesada rubia es un señor con bigote. Bueno, lo cierto es que estoy exagerando, pero se ve que el hombre sufrió una decepción de las gordas al conocer al objeto de su enamoramiento en tiempo real. Espoleado por semejante fracaso, en lugar de quedarse en casa bordando sábanas con sus iniciales para después ahorcarse con ellas, decidió fichar a unos amiguetes y ayudar a otros sufridores enredados a descubrir si el amor de su vida es Miss Universo o Putin disfrazado de bailarina del Bolshoi.
Imagino que el programa no hará discriminación por razón de sexo, pero los episodios que me tocó contemplar estaban todos protagonizados por hombres (heteros y también gays) a quienes se les caían los pelos del sombrajo cuando acudían a visitar a su amor de internet (con la ayuda del presentador, un cámara, un técnico de sonido y varios trabajadores de la MTV que pasaban por allí) y se percataban de que el objeto de sus fantasías estaba a años luz de la postal que se habían imaginado, de ésas tan ñoñas que vienen con casita ajardinada y niños rubios en pañales comiéndose la tierra a bocaos. Obviamente esta intimidad tan grupal, cortesía de la MTV (solo faltaban los Rolling Stones cantando el Only You) les impedía retorcerse públicamente y darse golpes en el pecho mientras juraban en arameo, con lo que los espectadores éramos testigos del dramón contenido de unos cuantos tipos esforzados en mantener la compostura mientras se comían con fish and chips sus ganas enormes de invadir Soria. Y quien dice Soria dice Canadá.
Sinceramente, creo que es muy fácil enamorarse vía internet. Y lo es porque, como yo siempre digo aunque la frase no es mía, no se puede dejar de querer a quien apenas has conocido. A través de la red solo vas a averiguar lo que la otra persona quiere que sepas, sean verdades, mentiras o mentiras a medias. Ella intentará contarte únicamente lo que quieras oír y hacer funcionar el resorte de tu imaginación, el mismo que se articula básicamente sobre dos principios indisolubles: una vida ideal durante el día y una peli porno de las muy guarras por la noche. Como decía una de las descubiertas en flagrante delito de pretender ser una Barbie rubia y voluptuosa (en realidad se trataba de una oronda y bajita morena), internet es estupendo para aquellos que tienen traumas, porque te permiten ser quien quieres ser sin que nadie se atreva a plantear duda alguna.
Entiendo, por tanto, que uno pierda el oremus cuando ve una beldad que le sonríe a través de su foto photoshopeada y encima admira y halaga todos los comentarios, absurdos o no, que cuelga en Facebook. Pero si tenemos en cuenta lo que dice el anuncio de que todos solemos salir estupendos en nuestra foto de perfil (hay algunas que cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia) y pretendemos nutrir nuestro ego pariendo opiniones interesantes con la misma agilidad que un adolescente produce granos, que nadie venga ahora a rasgarse las vestiduras tras descubrir que su amada vive en Miami en lugar de Sacramento o que la muy bella es un tipo con rastas en vez de la conejita Playboy de turno.
Lo lamentable de Catfish es que no hay suspense y ya sabes que el protagonista se va a llevar una torta del tamaño de Maracaná. La intriga está en averiguar qué pasó después, y si el despechado se ha acabado congraciando con la persona que le ha mentido (más vale pájaro o en mano) o la ha mandado bien lejos, a algún rincón infernal de la MTV donde atesoran los capítulos gore de Jersey Shore. Y lo muy penoso, a mi entender, es que haya gente que, una vez pillado hasta las trancas, no empiece a plantearse serias dudas cuando su medio limón le dice que no puede ir a verle porque se ha muerto el gato del tipo del quiosco de chuches. Amigos, reconozcámoslo, la vida real es lo que es, y los seres humanos hemos evolucionado lo justo: discutimos, sudamos, lloramos, protestamos y, en ocasiones, nos da por rebelarnos y no decir a todo que sí. Es más, os voy a contar un secreto: las mujeres también vamos al baño. Por eso, las tías reales no podemos competir con nuestras homólogas en 2D, perfectas en su bidimensión y su capacidad para enredar en la red.
Aun así, como soy medio boba o boba entera, sigo creyendo que no hace falta que venga el tipo despechado de Catfish para cantarnos las verdades del barquero y hacernos entender lo obvio, que fingir ser lo que no eres no tiene buen pronóstico y que más temprano que tarde te pillan. Sin cámaras ni técnicos de sonidos que nos obliguen a poner cara de consternación y despecho contenido cuando, en realidad, lo único que nos apetece es pasarnos a la 1 y hacernos fans de Masterchef. Por lo menos ahí nos enseñan a trinchar...
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