viernes, 19 de julio de 2013

El síndrome de Hybris

Cuando vemos lo que vemos y leemos lo que leemos, a muchos nos vuelve a la cabeza aquella frase de "el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente". O aquella otra que cuenta que no hay nada peor que un tonto con poder. El poder, por tanto, se convierte en un ente peligroso, capaz de transformar al ser humano de pastorcillo en Herodes en un abrir y cerrar de ojos.
Vendría a ser algo así como la fama: quienes nunca vamos a disfrutar ni de fama ni mucho menos de poder pensamos que, de llegarnos, jamás perderíamos la cabeza en su nombre. La historia (o mejor, las historias) nos dicen que la cosa no va exactamente así. De hecho, los griegos, que además de dedicarse a gozar de la vida, de cuando en cuando pensaban, empezaron a llamar Hybris a todo aquel héroe que, una vez henchido de gloria, comienza a comportarse como un diosecillo de tres al cuarto. Más recientemente, un  señor llamado David Owen, que en su día aparcó su trabajo de neurólogo para ocuparse de la cartera británica de Asuntos exteriores, escribió un libro titulado En la enfermedad y en el poder, donde él mismo detallaba la evolución, o mejor, involución, que experimentan ciertos líderes políticos una vez aferrados a su poltrona. Hablaba mucho de Bush jr. y Tony Blair, pero en el mismo saco podemos meter a algún colega de estos dos, aunque también a gerentes de empresa, directores y unos cuantos jefes. Que cada uno ponga los rostros y nombres que crea conveniente.
Owen contaba que, cualquier persona normal, cuando alcanza el poder, primero, se llena de dudas. Aunque se vea obligado a disimular, en el fondo no sabe si estará preparado para asumir semejante responsabilidad. Pronto empieza a surgir a su alrededor una graciosa pandilla de pelotas, gentes entregadas a la cuestionable labor de rendirle pleitesía, decirle a todo que sí y regalarle los oídos con medias verdades. Las dudas que le sobrevenían en un principio desaparecen, comienza a pensar que nadie es mejor que él y que está donde está por méritos propios, en ningún caso por decisiones ajenas.
El asunto se complica cuando cree que solo él, hombre o mujer Hybris, es capaz de solucionar los problemas y que los demás deberían dar gracias al cielo por tenerle y homenajear a su madre por haberle parido. Se siente insustituible, aunque no solo eso: está convencido de que es el único ser importante en el mundo, que la vida de los demás carece de relevancia y significado a su lado. Se convierte en una especie de iluminado tocado por la mano de Dios, viéndose siempre enorme frente a la manifiesta insignificancia de los demás.
Hybris se ciega tanto con su papel de salvador que llega a pensar que todo aquel que no asume sus ideas o se atreve a enfrentarse con él es un enemigo a batir. Jamás le dará la razón porque no es capaz de razonar; sus verdades son cuestión de fe, hijas del poder que le han concedido. Como consecuencia, nuestro héroe iniciará la caza y captura de aquel que se opone a sus pretensiones, condenándole al ostracismo, desposeyéndole de su dignidad o convirtiéndole un un paria.
Estos líderes de pacotilla jamás escucharán otras ideas, porque solo ellos se encuentran en posesión de la verdad. Fingirán que oyen, sobre todo para mantener una compostura que se les supone, pero no harán caso e, incluso, muchas veces, su ceguera les llevará a no entender lo que les dice el otro. ¿Para qué, si solo ellos ostentan el merecido y ansiado poder? En su delirio, abordarán soluciones absurdas e impracticables para los problemas más serios, abogarán por enrocarse en su verdad, sea ésta cual sea, y si el tiempo o la vida les demuestra que han estado equivocados, jamás lo reconocerán, porque la culpa siempre será de otros.
El síndrome de Hybris azota de verdad a quien, padeciéndolo, se ve de un día para otro descabalgado del poder. Imposible imaginar lo que siente alguien que lo ha tenido todo, encontrándose, casi en cuestión de horas, ninguneado y despreciado por aquellos que antes le rendían pleitesía. El pasar del todo a la nada a la velocidad del viento les hunde en una paranoia, incapaces de asumir que ya no están sobre el montón que tanto despreciaban, sino que son uno más del montón.
No se me ocurre un final más bonito para aquellos borrachos de poder que vomitan su resaca sobre nuestras cabezas y nuestros pies. Como diría Bogart, "Más dura será la caída". Amén.


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