En este esfuerzo ingente por quedar bien y lavar los trapos sucios con jabón Lagarto, la Casa Real ha dicho que somos unos maleducados. Entre tanto disculparse por los dineros recibidos e incidir en sus ganas de hacer el bien, nos ha colado un insultillo, así, como quien no quiere la cosa. O la Casa.
Dice que somos unos maleducados porque hemos tenido la ocurrencia de abuchear a sus miembros cada vez que les da por poner un pie en algún acto público. Personalmente, no me siento ofendida, ya que tengo asuntos más importantes que resolver que pasarme por las inauguraciones a acordarme de los antepasados de la familia real. Quizás también porque, puestos a soltar sapos y culebras, tendría cuentas que arreglar primero con otros, mucho más mindundis que ellos. Y, me guste poco o nada, no me muevo, ni me moveré, en el selecto círculo de sus majestades and friends.
A todo esto, la puyita a nuestra mala educación viene incluida en un pack en el que la Casa Real o quienes les elaboran los discursos insisten en nuestro derecho a disentir. Eso sí, siempre de buenas maneras. Imagino, por tanto, que la concepción que la realeza tiene del arte de llevar la contraria es hacerlo a través de odas, poemas de amor e himnos conmemorativos. En un palacio no se entiende el significado del término "ladrón" o "sinvergüenza" si no es aplicado a delincuentes de baja estofa. Para comprender que los mismo epítetos se pueden dedicar a un yeno real habrán tenido que hacer un cursillo o algo, digo yo.
En mi inocencia nata, asumo que el ser un personaje público te convierte en esclavo de ciertas cosas, una de ellas el que todo el mundo se sienta con derecho a opinar sobre tu vida y a pronunciarse respecto a las acciones que acometas. Se trata de una servidumbre necesaria en tanto en cuanto te revierte gloriosas prebendas. De ahí que no deje de asombrarme que ciertos famosos, de medio pelo o larga melena, se quejen por el supuesto asedio de aquellos que, en realidad, les dan de comer. Quid pro quo.
Obviamente, ello no nos da patente de corso para insultar, acosar o amenazar. Sobre todo a gente que, en realidad, no nos ha hecho nada ni tiene obligación alguna con nosotros. Sin embargo, la cosa cambia cuando se trata de personas o personajes cuya misión es rendir servicio público. Es lógico, por tanto, que aquellos a quienes tienen que servir expresen su parecer sobre las actuaciones llevadas a cabo y, en muchas ocasiones, las protestas siguen el único cauce que se les permite: artículos de opinión o manifestaciones ciudadanas en las que un conjunto de individuos se pronuncia sobre quienes los gobiernan.
Es, por tanto, de lógica meridiana el que el gobierno se avenga a recibir insultos. Siempre ha sido así y así será. Puede que luego, a título individual, alguien se sienta ofendido y presente la consiguiente queja, pero una cosa es un ataque a la gestión, el trabajo y el puesto de un grupo de profesionales que debe rendir cuentas de ello ante la sociedad, y otra muy distinta, la agresión a la persona en su ser individual y privado.
En el caso que nos ocupa, creo sinceramente que uno de los grandes problemas de la Corona es su empeño en blindarse ante las opiniones ajenas. La nula transparencia, la costumbre instaurada de recibir solo parabienes y alabanzas construye una vida irreal, una situación imaginada que, inevitablemente, se viene abajo. La Casa Real se ha topado con el hastío de la gente y de los profesionales, hartos todos de no poder pronunciarse sobre lo que les parece el comportamientos de ciertos miembros de la Familia. Se acabó la patente de corso, se agotanron las mordazas y, aunque no les guste, el Rey y cia deben asumir la nueva situación y adaptarse a ella para seguir disfrutanto de unos privilegios inauditos en un país moderno.
El conflicto ahora es cómo mantener las formas y la buena educación que se les supone sin que se les note que están cabreados como monas. Imagino el difícil dilema entre presumir de excelentes formas y aún más excelente sentir democrático cuando, en realidad, lo que pasan por sus testas coronadas son atropelladas ideas sobre nuestra grosería, estupidez y necedad. Es como cuando educas a un niño y éste hace una trastada de las muy gordas: quieres reprenderlo como padre moderno y dialogante aunque, en tu fuero interno, lo que desearías sería darle una (real) hostia.
En fin, que yo tengo muy clara cuál es la Corona que más me gusta y que menos insultante me parece. De hecho, hemos construido una relición tan estrecha como idílica. ¡Que dure!
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