viernes, 25 de noviembre de 2011

El mundo por montera

Cada vez siento mayor respeto, devoción y admiración por esas personas capaces de ponerse el mundo por montera, liarse la manta a la cabeza o tirarse al vacío (elíjase lo que proceda) y dejar un trabajo que les esclaviza y socava su dignidad profesional y personal en aras de una vida peor. O lo que todos creemos que es una vida peor, aunque yo no estaría tan segura.
Para empezar, creo que cualquier situación, y no me refiero solo a la laboral, que te deshumanice, te anule como ser humano y te convierta apenas en un autómata, no solo es reprobable, sino que hay que intantar salir de ella con la mayor celeridad posible. En muchas ocasiones, el camino de salida es doloroso; hay trampas, baches, y continuas caídas, pero creo que recuperar el respeto que cada uno nos debemos a nosotros mismos resulta tarea obligada. Y lo dice alguien que no ha sido nunca precisamente valiente en la toma de grandes decisiones.
Yo viví una situación laboral extrema de la que se derivó un tremendo bajón de autoestima. Sin embargo, recuerdo que, en aquellos momentos de hundimiento, decepción y dolor, redescubrí a quienes eran realmente mis amigos y, con ellos, a mí misma. En el camino me encontré con sospechosos habituales, pero también con gente insospechada. Uno de estos últimos, concretamente, tuvo la virtud de saber cómo arrancarme una risa cuando veía que me iba a soltar a llorar; me animó y me sostuvo muchas veces aunque no me diera ni cuenta. Con los meses, pasó por la misma situación que yo había atravesado antes y ahora, que por esas vueltas que da la vida volvemos a trabajar juntos, creo que al menos le debo mi presencia e intentar recomponer los pedazos (él dirá estéticos; yo pienso que éticos) en los que todos nos convertimos tras una situación de acoso, ya no laboral, sino total. Pero este compañero tuvo al menos un mérito con el que yo no pude lidiar en su momento: soltarles cuatro frescas a quienes le hicieron la vida imposible. En el día de su despido vivió la mejor y peor tarde de su existencia. Vale, no hubo compensación económica, pero sí una victoria moral que al principio resultó pírrica y luego se descubrió inmensa en continente y contenido.
Me quito el sombrero ante él y ante dos o tres personas más que conozco y se han plantado, han dicho aquello de "no soy tu esclavo ergo no voy a permitir que abuses más de mí" y se han ido dando un señor portazo. Hay que tener agallas para algo así, bregar desnudo y sin apenas recursos con el tsunami que llega de dentro. Y me complace esta situación extrema porque no le veo sentido a eso de trabajar bajo amenazas y, menos aún, al hecho de cumplirlas. ¿Qué razonamiento o base empírica encierra el amedrentar a la gente que te rodea? ¿Aumenta acaso la productividad? Tuve en su día una jefa que se jactaba ante los de su rango de amenazar a quienes estaban a sus órdenes. No solo eso, sino que justificaba su actuación diciendo algo así como "por lo menos me río de esta panda de inútiles que me ha tocado dirigir" (me lo contaron los testigos, pero no recuerdo las palabras exactas). Y no se daba cuenta de que ese comentario la degradaba tanto como ella pretendía hacerlo con el equipo que se encontró por el camino. Lógicamente, no me enteré de este hecho hasta bastante después de perderla de vista, pero me hubiera gustado saberlo un poco antes y, desde mi experiencia actual, urdir cualquier trama que dejara en evidencia a tanta amenaza fantasma. Claro que uno se nutre de la experiencia a toro pasado y resulta del todo imposible reutilizarla en historias que ya no son presente.
Yo entiendo lo justo de macroeconomía y lo mínimo de economía doméstica. Sin embargo, como todo el mundo que tenga dos dedos de frente, sé que, para que una economía empiece a caminar, hay que reactivar el consumo, algo que no consigues si les quitas a las personas su medio de vida. Y eso empieza desde mucho antes de un despido: en cuanto alguien sospecha que puede ir a parar a la calle, comienza a comedirse en sus gastos, porque sabe que, después, no le va a servir aquello de Dios proveerá. No obstante, insisto, todavía quedan héroes capaces de dar con la puerta en las narices antes de que les den a ellos y buscar un mundo mejor, aunque sea interior y no exteriormente. 
Todos nos merecemos ser tratados como personas. Podremos hacer las cosas bien o mal, pero el respeto entre pares es de lo primerito que te enseñen en la escuela. Alguien que no muestre ni eso dice muy poco de su educación y del ambiente familiar en el que se crío. Honrémonos a nosotros mismos, a nuestros orígenes y a nuestros amigos. Y seamos valientes en el trabajo y en los afectos. No me sirve la excusa de decir que no a todo ni de decir a todo que sí si no lleva detrás una reflexión profunda. Pero me sirve la gente valiente, que no duda, que decide, que se lanza, y que, en resumen, vive. El resto es mero acompañamiento.

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