sábado, 5 de noviembre de 2011

Decepción

A principios de esta semana leí un artículo que bien pudiera haberlo firmado yo misma. Se publicaba hace unos años en el periódico gratuito 20 minutos y versaba sobre un sentimiento que a todos nos es familiar: la decepción.
Dicho artículo o columna venía a describir los sentimientos de su autor, un hombre que no debía de estar precisamente feliz cual perdiz. Entre las cosas que afirmaba, recuerdo especialmente aquella de "prefiero que me puteen a que me decepcionen". La explicación que daba es que el que un extraño te haga una faena (te entren a robar en casa, te pinchen las ruedas del coche, tu jefe te pegue un par de gritos...) fastidia e incomoda, pero deja la huella justa de mala baba en ti. En cambio, que alguien te decepcione conlleva una tristeza mayor, porque solo damos el poder de decepcionarnos a aquellos a quienes queremos. Ergo, una faena de parte de alguien a quien aprecias desencadena, inevitablemente, una debacle emocional.
El escrito continuaba diciendo que cada decepción forma una costra en nosotros. Y que llega un momento en que dichas costras se unen dando lugar a una coraza o, lo que es lo mismo, "no quiero abrirme a otras personas porque no soportaría que me hicieran daño de nuevo". La famosa coraza a la que, personalmente (y creo que no soy la única), recurro en cuanto necesito cuidados intensivos, aunque en mi caso esté tan perfeccionada que incluso le haya puesto portero automático. Con cámara, por supuesto.
Hay gente que opina que en esta vida las decepciones son continuas y que su efecto se diluye en cuanto te vas haciendo mayor. Craso error. Lógicamente, no hay nada como las primeras experiencias. El primer amor, sin ir más lejos, hay que vivirlo, pero es tan importante experimentarlo como aprender a olvidarlo para alcanzar cierta madurez emocional y sentimental. Del mismo modo, en nuestros años de adolescencia vivimos cualquier error y/o pequeña traición como un gran drama de cine negro. Normal. Seguramente es la primera vez que experimentamos sentimientos tan extremos como la deslealtad, el engaño o la mencionada traición.
Pero el volverlos a vivir no significa que los recibamos con menor intensidad. No depende tanto de la edad, sino de las circunstancias que causen la decepción y la relación que mantengamos con sus actores. Lo que sí cambia es la manera de afrontarla: esto nos suena y, por lo tanto, tenemos ya las armas para poder luchar contra la pena, aunque debamos desenterrarlas de lo más hondo de nuestras conciencias y darles lustre.
Creo que todos, absolutamente todos, podemos convivir con la decepción, aunque no lo hagamos del  mismo modo. La confianza es una planta extremadamente débil que lleva muy mal los cambios de temperatura y soporta aún peor las variaciones en la dirección del viento. La decisión la debemos tomar nosotros: si queremos seguir adelante en soledad, queremos odiar eternamente o nos gustaría dar una segunda oportunidad. En nuestras manos está si compensa o no, aunque la respuesta, y lo siento, pero es así, se debe encontrar en uno mismo, ya que solo nosotros sabemos ver en nuestro interior. Ningún consejo, por bienintencionado que sea, tiene en cuenta la radiografía de tu razón, tu experiencia emocional y tus sentimientos.
Un personaje famoso (no recuerdo bien quién) dijo una vez, tras una decepción: "en cuanto alguien te dice aquello de estoy aquí para lo que necesitas, tardarás apenas un par de minutos en darte cuenta de que no es verdad". Quizás porque a las buenas intenciones no les dan cuerpo las palabras, sino los hechos. Otra perla que oí hace ya tiempo: "si te decepciono sin quererlo es que no estoy en mis cabales, si te decepciono queriendo es porque me importas más de lo que piensas". ¡Ja! Si me decepcionas sin quererlo es porque tiendes al masoquismo y, si me decepcionas a propósito, es porque eres un miserable. Tal cual. Inútil buscar otra interpretación más florida y fermosa a las actuacionees ajenas; inútil y agotador.
No quiero que todo esto se vea como una verdad de factum. Es cierto que en el comportamiento humano influyen factores que se escapan a nuestro control. Pero para eso está el perdón y las explicaciones sobre nuestros actos que todos tenemos que dar alguna otra vez. El que el otro las acepte ya es cuestión de suerte y generosidad: no lo desaprovechemos. Y pensemos que siempre hay algo peor que la decepciones que nos causan otros: las decepciones que nos infligimos a nosotros mismos. Eso sí que duele. Mucho.
Y como quienes no nos decepcionarán jamás son aquellos a los que nunca tendremos la posibilidad de tocar ni de sentir, aquí os dejo una joyita de Patrick Swayze en sus primeros tiempos. Confieso que le profeso cierta admiración y no solo por su porte, sino por su talento para ejecutar todo tipo de deportes y ejercer un control magnífico sobre su cuerpo. A lo mejor no es admiración, sino envidia... pero de ese pecado capital ya hablaré otro día.

2 comentarios:

  1. Me ha encantado tu texto, la verdad es que algunas heridas son difíciles de curar y más, cuando son de personas que nunca pensaste que llegarían...

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  2. Gracias, Andrea. Creo que a veces somos muy crueles con los demás y no nos damos cuenta de hasta qué punto podemos hacer daño. Todos cargamos con un bagaje de decepciones, pero cuando esa decepción procede de alguien que no esperas, se forma una herida muy profunda. Puedes perdonar, pero la confianza ya es irrecuperable. Sin vuelta de hoja. Ojalá pudiéramos conseguir que las personas luchen por recuperarnos, pero quien te decepciona una vez de una manera intensa no lo hace nunca producto de una casualidad ni en un arranque y no va a recular. Es mi opinión y, sobre todo,mi experiencia.

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