domingo, 13 de noviembre de 2011

Pura envidia

Siempre digo que voy a escribir un post sobre la envidia, pero también tiendo a esquivar el tema con el arte del que soy capaz. Tal vez porque yo, sin comerlo ni beberlo y, sobre todo, sin motivo alguno para ser envidiada,  he sufrido mucho por ello. Supongo que el secreto del análisis está en abstraerse de lo privado e incidir en lo público y como, además, cuento con el acicate de que no me gusta nada decir algo y luego no hacerlo, ahí voy, directa al vacío y sin arnés.
Desde pequeños, a los españoles se nos convence de que la envidia es el deporte nacional. Según quienes aúnan más experiencia, se nos da incluso mejor que el tapeo, el fútbol y el timo como manual de supervivencia. Dicho lo cual, hay que distinguir entre dos grandes tipos de envidia: el primero, lo que llamaríamos la envidia sana o aspiracional. "Fulatino tiene un trabajo magnífico, una pareja estupenda, una casa divina de la muerte". Yo quiero ser como Fulanito, pero no robarle el trabajo, la pareja o la casa. Pretendo conseguir lo que él ha logrado (al menos algo parecido) y voy a emplearme a fondo para lograr dicha meta. Desde ese momento, Fulanito pasa a ser un modelo que nos guiará en aquello que queremos hacer. Pero ni sentimos el ansia de rociarle la cara con ácido ni de soltarle una granada de mano al doblar la esquina. Vamos, que no le deseamos la muerte. Todo lo contrario: él nos ha proporcionado objetivos, nos ha servido de inspiración y ha despertado los resortes de nuestra admiración, ergo lo que sentimos hacia Fulanito no es solo atracción, sino también agradecimiento.
Luego está esa putada que te hace la vida que es la perra envidia, o sea, el pecado capital en su sentido más (im)puro. Suele partir de la misma premisa o similar: "Menganito tiene un trabajo magnífico, una pareja estupenda y una casa divina de la muerte". Pero en lugar de querer parecerme a él, lo que busco es ser él y, como no puede haber dos iguales ocupando el mismo tiempo y espacio, deseo con toda mi alma que desaparezca o, como mal menor, le caigan encima todas las plagas de Egipto para que deje libres su trabajo, su pareja y su casa. Y como la vida es tan perra o más que la envidia, lo que yo creo que debe ocurrir (que Menganito arda en el infierno) se va dilatando y cada vez me siento más impaciente y encolarizado. Quiero lo suyo y lo quiero ya, así que no me queda otra arma a mi alcance más efectiva y destructiva que el puteo fino primero y cabrón después. Intento amargarle la existencia, hablar mal de él, hundir su reputación, destruir su vida de pareja, separarle de sus amigos y carcajearme diciendo aquello de "se lo merece" cuando tiene goteras o sufre una enfermedad. Obviamente, sin descuidar esa ardua pero eficaz labor de captación de socios en esto de fastidiar al prójimo.
Eso, a grandes ragos, es la envidia con mayúsculas, la que todos hemos padecido alguna vez e, incluso, más de una. Y, creedme, se pasa muy mal. El que sufre la envidia perversa de ciertos seres amargados comprueba, poco a poco, cómo las cosas comienzan a desmoronarse a su alrededor sin saber muy bien por qué, desconociendo dónde está la fuente de tamaña desazón. En otras épocas lo llamaríamos mal de ojo, pero yo creo firmemente que, detrás del mal rollo, no hay una entidad abstracta, sino un acomplejado físico y psíquico que se levanta cada mañana, va al baño y, en resumen, respira. Además de fantasear con tu destrucción, claro. Poco puedes hacer para capear el temporal, porque el pataleo solo sirve de acicate al enemigo. Tu único recurso a mano es mantenerte firme en tu posición y, sobre todo, esperar que tu entorno (la gente que dice quererte) siga tu ejemplo, algo que no siempre sucede, lo cual acabaría de hundirte. El envidioso necesita partners in crime para justificar sus acciones "es indigno de lo que tiene porque es un mentiroso/mala persona/mal trabajador/egoísta, vanidoso, un estúpido encreído, etc., etc" y a ti solo te queda esperar que hayas sembrado raíces en los demás y que no se dejen avasallar por comentarios absurdos que contribuyen a tu desprestigio.
El problema es que los envidiados no lo son solo una vez en la vida sino muchas. Algo tendrán. Todos hemos hecho análisis de nosotros mismos y dicho aquello de "no sé por qué me envidian, si soy una persona normal". No nos falta razón. Pero a las personalidades sujetas a envidiar les sobran motivos, incluso de los más absurdo. Desean desde cosas tan "justificadas" como un cuerpo como el tuyo o a tu mejor amiga/o, hasta circunstancias tan etéreas como tu sonrisa, la forma en que pronuncias la s o la cantidad de colegas que tienes en Facebook. O todo a la vez porque, en realidad, lo que les gustaría, insisto, es ser tú. Para alguien que lleva dentro el caldo de la envidia y lo cultiva en su interior de vez en cuando, cualquier motivo es un buen motivo.
Este sentimiento tan nuestro destruye amistades, parejas, compadreos e incluso familia (un ámbito muy propicio, por cierto, para que se desmadren ciertos pecados). Como dije en otro post, a veces solo queda el consuelo de pensar que algo bueno tienes para suscitar tamaña reacción. El problema es que, cuando el envidioso ha arramblado con cosas importantes de tu vida, ni eso vale. Porque sí, la envidia es paciente y solo decae con la distancia o la victoria. Y muchos no estamos dispuestos a poner tierra de por medio cuando sabemos que la razón está de nuestra parte, aunque el resto se empeñe en decirnos que vemos fantasmas. Pero hasta los fantasmas acaban enseñando la calavera tarde o temprano. Esperemos que más lo segundo que lo primero.
En fin, difícil tema éste. Acaba denigrando a quien lo ejerce y amargando a quien lo padece. Inútil decir que practiquemos la envidia en su vertiente más sana. Simplemente vivir y dejar vivir y, cuando nos impliquemos con algo o con alguien, darles lo mejor de nosotros mismos. Quizás esa vez sí tengamos suerte y, al margen de algún que otro detallito infernal, la vida nos devuelva cosas maravillosas.

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