martes, 29 de noviembre de 2011

Moción de confianza

Hace ya bastantes días pedí un favor a otra persona. No me lo hizo, bien porque no tenía tiempo, ganas, por olvido, por la necesidad de dedicarse a actividades mucho más apasionantes... Lo que sea. Tampoco me molestó ni me enfadé por ello; sin darle más vueltas, llamé a otra puerta. Creo que un favor nunca es obligatorio y depende más de la generosidad del interpelado que de quien lo pide. Imposible, por tanto, exigir. Hoy ambos hemos vuelto a hablar del asunto y mi cabeza ha empezado a entrar en un centrifugado tal que, a esta hora, tengo la neurona pidiéndome ya el día que le corresponde de asuntos propios. Con la gente más cercana a mí hubiera insistido en el tema, dado la vara y jugaría a aquello de "voy a ser pesada; si cuela, cuela". Pero con esta persona no. Quizás porque, en el fondo, no creo que mis cosas le importen demasiado. Vamos, que tengo la vaga intuición de que yo en su vida soy alguien totalmente accesorio y prescindible. Tampoco juega a su favor ni al mío el que no nos veamos, algo para mí absolutamente fundamental cuando quieres mantener cualquier tipo de lazo emocional con otro ser humano. Pero, tal vez, el resumen general es que creo que la confianza está muriendo por no regarla. Y me refiero al término en el sentido de complicidad. La no confianza, que no la desconfianza, produce desapego y alejamiento, algo que, si no se trabaja a contrarreloj, acaba adueñándose de cualquier relación, sea del tipo que sea, y condenándola a la desaparición.
Como yo soy muy de extrapolar situaciones a metas mucho más elevadas (vamos, que me vengo arriba con la misma facilidad con la que me voy abajo), he llegado a la conclusión de que esta ausencia de confianza y el poco interés en su cultivo es una de las causas objetivas de muchas de las situaciones sociales que vivimos ahora. Elegimos representantes y ellos, una vez encumbrados, van a lo suyo. No abrimos la boca por no molestar y tras asumir que este grupo de expertos andarán enredados en objetivos más altos. Ya nos mirarán a los ojos cuando tengan tiempo. Pero no. No nos miran porque, sencillamente, no nos ven. Poco a poco, esta situación se enquista y va causando el desapego general y la concepción de que, unos y otros, estamos en universos paralelos destinados a no entenderse. El siguiente paso sería ya el del cabreo: no nos sentimos como pueblo sino como "el tonto de", dando poderes a unas gentes que han cultivado la ausencia en lugar de la representación, autoridades que nos han fallado y a las que ya no tenemos nada bonito que decirles sino todo lo contrario. Todo esto, insisto, hablando a grandísima escala.
Opino, por tanto, que esa fórmula parlamentaria llamada moción de confianza tiene un nombre que le viene al pelo. Quienes son juzgados en el Parlamento han roto las reglas de la complicidad, han abusado del feeling original con los electores empleándolo en asuntos que nada tienen que ver con los que verdaderamente interesan a las partes sino a un tercero y nos tienen así, mosqueados y desencajados, cual novia abandonada en el altar.
Considero que la confianza es algo muy difícil de recuperar, y exige un trabajo duro y constante para lograrlo. Algo que no todo el mundo está dispuesto a asumir. De hecho, yéndonos al ejemplo más fácil, el del Partido Socialista, somos conscientes de que tendrán que empeñar hasta las joyas de la bisabuela para lograr que les pongamos ojos de carnero degollado. Claro que, en este caso, cuentan con dos factores nada desestimables a su favor: el primero, que les pagan por ello, con lo que asumo que se dedicarán a la tarea en cuerpo, pero sobre todo en alma; segundo, que es muy fácil que, con el tiempo, se retroalimenten de los errores que sin duda cometerá el contrario. En un sistema bipartidista de facto como el nuestro, la pelota solo se juega en un campo; lo único que varía es la portería en la que cae.
En lo que a mí respecta, me cuesta mucho recuperarme de las crisis de confianza. Y me cuesta porque es un trabajo que afronto en solitario: el otro nunca suele poner mucho empeño en luchar por recuperar lo que un día fue (ya me gustaría, ya, pero creo que no me voy a topar jamás con alguien así), lo que me lleva a pensar que dichos episodios tienen que ser provocados. Y cuando te encuentras solo en la batalla, lo normal es que tires el arma y te vayas a casa, a cubrirte con la manta mientras ves algún "culebrón decimonónico", como dice una amiga a la que adoro (y que, además, es una de las personas que más contribuye a la difusión de este blog por las redes sociales). No es que yo sea rara; la ciudadanía en general también necesitaría ese gesto de su clase política: el saber que están dispuestos a luchar por ellos, a recuperarlos. Y eso es precisamente lo que nos falta, porque, cuando hacen un amago de rectificar se les ve el plumero y todos intuimos que lo hacen por ellos mismos, no por nosotros. Pero, a veces, hay que dar un paso adelante por los demás, más que por uno mismo. Eso es lo que, al final, nos vuelve grandes. A todos.

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