Dicen por ahí que hay hombres de tetas y hombres de culo. Y que, según manifiesten preferencias en uno o en otro sentido, también sus personalidades, objetivos etc serán diferentes. Siguiendo semejante premisa, yo diría que me llevo razonablemente bien con los hombres de culo y no me entiendo con los de tetas. Simplemente por casuística. Si luego me pongo a buscar explicación a semejante hecho comprobado, me entero que los de culo muestran una madurez de las que carecen los otros. Será por eso.
Reconozco que durante mucho tiempo me encantó que me tocaran el culo. Quizás porque era como una sensación relajante y calmante. La misma que deben de sentir los bebés cuando les das pequeños azotes en las santas posaderas. Sin embargo, la vida muchas veces te da la vuelta y ahora mismo ya no me gusta que me toquen nada, mucho menos la moral. Te pasan cosas y si no te fías ni de tu sombra, menos de que quien te toca, aunque sea solo para darte una palmadita en la espalda, lo haga con verdadero sentimiento y no solo por cumplir.
No suelo fijarme en el culo de los hombres. Me dan exactamente igual. Pero sí me parece una zona del cuerpo a la que no se le han dedicado todas las odas que su poesía merece. Y, por favor, dejemos a un lado la escatología para no estropear esta composición tan lírica. Afortunadamente, parece que no soy la única que piensa así, porque un japonés, de los de Japón de toda la vida, ha inventado un culo-robot para que los humanoides aprendan a sentir emociones. Como la vida misma.
Dice Naburo Takahashi, que así se llama la criatura, que la idea de crear un culo se debe a que las nalgas son más grandes y así pueden expresar mejor las emociones. Bueno… hay otras partes del cuerpo que también se alegran según la ocasión, pero parece que el amigo japonés todavía no ha reparado en ellas. En fin, nada como la sonrisa de un buen culo, que diría el artista. El enorme trasero de Naburo, con perdón, muestra un estado de bamboleo en reposo, lo cual denota relajación. En cambio, cuando lo azotas, le da por temblar, porque empieza a sentir miedo. Estoy plenamente convencida que a muchos les encantaría probar esas nalgas y ver cómo se menean a voluntad del que azota. Si Takahashi no consigue colocar a su androide en lo más alto de la ciencia, al menos podrá situarlo en la estantería más elevada del sex-shop.
Así que pronto no solo tendremos a robots que nos deleiten cantándonos La Traviata mientras pasan el mocho; también dispondremos de algunos que muevan el culo acompasadamente para expresarnos sus alegrías y sus carencias. Insisto en que esto es como la vida; estoy segura de que la forma del trasero y sus movimientos dicen mucho de su dueño o dueña. El cómo y cuándo lo resalta o, al contrario, su empeño en esconderlo, no solo habla de kilos de más o de menos, sino de personalidad. Hagamos el ejercicio de fijarnos un poco (yo la primera) y tal vez lleguemos a conclusiones incluso más epatantes que las del señor Takahashi, a quien ya aconsejo que se ponga a trabajar en los vaivenes de unas buenas mamellas para deleite de la humanidad.
Pero lo que más llama la atención de esta historia tan culona es su consonancia con los tiempos: ahora que vamos de culo, no hay como pasar de los rostros y actuar con el trasero. La dictadura de las posaderas. ¿Para qué mirar a los ojos del contrario cuando le puedes tirar una sonora pedorreta? Un cuesco dice más que mil palabras, por algo los niños encuentran tan cómicos todos los chistes relacionados con la parte baja de la espalda. Son casi lo primero que aprenden y lo último que olvidan. Adoran que les toquen el culo cuando son bebés y darían la vida por palpar alguno cuando envejecen. En el ínterin, se pierden persiguiendo quimeras de enormes tetas hasta que con la edad se dan cuenta de que, en realidad, lo más divertido siempre ocurre en la fila de atrás. Científicamente comprobado.
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