Esta semana, los diarios recogían la imagen de un niño ataviado con chaleco de combate como prueba de que en el conflicto armado sirio se emplean a niños soldados. La foto muestra como el chaval, entre lo que parecen sollozos, es sujetado por un adulto mientras camina a buen paso. Algunos medios se limitaron a publicar la imagen con un escueto pie de foto; otros, empezaron a elucubrar su propia historia: que si el protagonista tenía 13 años (lo mismo podrían ser 12 o 14); que si lo que hacían era apartarlo del lugar donde había visto morir a su padre (o lo llevaban a otro donde no le apetecía estar...) etc. Las verdaderas motivaciones de esa secuencia nos son desconocidas y jamás las sabremos hasta que el niño conceda una entrevista, si algún día lo hace, pero siempre resulta emocionante añadirle componentes dramáticos con el fin de conseguir que el escenario sea más conmovedor.
¿Para qué? Porque la utilización de niños en un conflicto, en sí mismo, ya es lo suficientemente aberrante como para incluir motivaciones lacrimógenas. Nadie duda de que el problema sirio es una muy cruenta guerra civil y que, en las guerras, todo vale. Incluyendo la utilización de niños (¿acaso nos hemos olvidado ya de los niños y mujeres bomba en la batalla inacabable entre israelíes y palestinos?). Por más que los organismos internacionales procreen documentos y leyes de protección a la infancia, en la guerra cualquier juguete es arma. De ahí que en un mundo ideal, lo perfecto no sería prohibir la perversión física y mental de los chavales, sino evitar el estallido del conflicto social.
Hace poco intentaba buscar un razonamiento antropológico a la trágica historia de los hermanos Htoo, líderes desde su nacimiento de un grupo guerrillero birmano y obligados a tomar decisiones desde su más tierna infancia sobre la existencia de un montón de adultos. Imagino que lo suyo sería como vivir permanentemente en las entrañas de un videojuego, solo que con la sangre salpicándote. En las instantáneas que nos llegaban de estos críos contemplábamos a dos niños muy bajitos con hábitos de adulto y aires de bebés malcriados, lo que, entre su extravagancia y la intrínseca maldad de la historia ponía los pelos de punta hasta al tipo más duro. Imposible explicarle a alguien que un pueblo haya decidido nombrar a dos cigotos señores de la guerra, sobre todo porque la mayoría entendemos que toda criatura debe ser educada para, en algún momento, tomar las riendas de su vida. Necesita tener la oportunidad de elegir y las condiciones y herramientas para hacerlo; negarle esa posibilidad es condenarle. Pero, bueno, también hay lugares donde los lamas (o las niñas-diosas, que también tienen tela) nacen, no se hacen, con el beneplácito del mundo mundial, así que cada cual reflexione un poco sobre sus ideas al respecto.
Un fenómeno muy similar es el que se da en los países de Latinoamérica con los niños de la calle. Y no solo me refiero a los de Colombia (convenientemente retratados por el cine y la literatura) o a los de los suburbios argentinos (hay que ir a ver la película el Elefante Blanco, con Ricardo Darín) sino, por ejemplo, a los de Guatemala o El Salvador, protagonista de esos conflictos que la comunidad internacional decidió arrinconar tras unos acuerdos de paz que supieron a muy poco. Muchos de estos niños se ven condenados a una vida miserable: a la drogadicción más barata, a la prostitución, a la delincuencia y al asesinato mientras la sociedad, "su" sociedad, les observa como si estuviera contemplando una sucesión de fotogramas sin posibilidad de darle al pause. Algunas de las ONG instaladas en la zona cuentan y no paran las vidas amargas de niños y niñas que, desde su nacimiento, fueron utilizados y abusados; condenados a una muerte lenta y previsible desde el mismo vientre de sus madres. Algunas laderas de ésas marcadas por la humedad constante y los desprendimientos sorpresivos son hoy cementerios improvisados de cadáveres infantiles. Ni siquiera les debemos una muerte decente.
En Occidente nos jactamos de nuestros esfuerzos por proteger a la infancia. A lo mejor deberíamos mirar un poco más allá y conmovernos porque otros niños no hayan tenido tanta suerte como los nuestros. Y no digo yo que nos lancemos todos a la adopción y el rescate (Angelina Jolie solo hay una) pero estoy segura de que muchas de las organizaciones que trabajan sobre el terreno necesitan, y también merecen, mucha ayuda. No es caridad cristiana; es conciencia humana.
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