Cuenta la lógica que a cada problema le corresponde una solución. O más de una. Porque el secreto del asunto no está en el conflicto que debemos aclarar sino en la manera de afrontarlo. Me explico:
Lo principal para conseguir solucionar un problema es reconocer que dicho problema existe. Una vez asumido lo cual, conviene hacer acopio de las herramientas necesarias para llegar a buen puerto de la manera más eficaz posible. Sin embargo, el hecho de afrontar un problema parece muy sencillo en la teoría, pero en la práctica se muestra asaz complicado. Y es que no todo el mundo está dispuesto a reconocer que se ha metido en un lío; cada vez somos más los que preferimos dejarlo pasar y esperar a que la solución venga sola. Ante esto, pueden ocurrir dos cosas: que el problema se enquiste hasta convertirse en una gran bola de nieve que nos arrastre o se lleve consigo elementos que queremos preservar, o que la solución, efectivamente, llegue, pero no de la manera que habíamos pensado y, desde luego, no de la forma que hubiéramos deseado. Es lo que tiene jugarse la vida a los dados y dejar las cosas al azar de las circunstancias: que el azar es caprichoso y muy pocas veces se posiciona de nuestro lado.
En el ser humano, la resolución de problemas encierra aún mayor drama al ir parejo a la emotividad, la culpable de que veamos solo lo que queremos ver, probablemente una parte del conjunto y no el todo. Tampoco es que sea nuestra culpa: todos estamos obligados por genética a aplicar nuestra subjetividad a los acontecimientos: dos personas contemplando un paisaje idéntico no verán nunca lo mismo (cada una se fijará en detalles diferentes y experimentará sentimientos distintos). Por tanto, es cierto que todos vemos la vida de distinto color y puntuamos las cosas según nuestra escala de valores. De ahí que, cuando tenemos un problema, solemos verbalizarlo en busca de apoyo y empatía. El contarlo, además de aliviar, da entidad al asunto, lo convierte en una realidad, el paso primero para la solución. Y, de esa manera, aceptamos la intervención de terceras personas cuya opinión cuenta mucho porque, al menos, daremos cabida en el lote a otros puntos de vista.
Sin embargo, la intervención de terceros también acarrea su propio peligro: el de que ellos pretendan que lo solucionemos a su manera y no a la nuestra. Depende del grado de confianza, amistad, amor, etc que haya, sus criterios serán más o menos relevantes. Podremos emplearlos a voluntad, pero en muchas ocasiones sin darnos cuenta de si se trata de nuestra voluntad o la de otros... hasta percatarnos de que la solución nos plantea más dudas en su llegada que en su ausencia.
De pequeños estamos acostumbrados a que los problemas nos los resuelvan nuestros padres; más tarde confiamos en los amigos, en los jefes o en la pareja. Lo cierto es que conozco cada vez a más personas con una preocupante tendencia a inhibirse cuando entran en conflicto, intentado que el tiempo sanee las cuentas. Y el tiempo pasa, pero no actúa. Es eficaz en el sentido de que permite que ocurran cosas que van relegando las antiguas y restándoles importancia; pero somos nosotros los únicos que podemos cambiar las circunstancias, aunque nos encante utilizar el tiempo como coartada con el fin de dejar fluir situaciones que nunca fluyen sino que, como el agua estampada en los pantanos más chungos, acaban convirtiéndose en una preocupante masa de fango.
A veces no resolvemos un problema aunque sepamos cuál es su solución, pero si dicha solución va a afectar a otras personas de una forma bastante más dolorosa, nos abstenemos de intervenir y seguimos cocinando nuestra angustia a fuego lento. Difícil salir de semejante bucle. En otras ocasiones, vemos el problema de otros pero no somos capaces de distinguirlo cuando lo sufrimos en carne propia. Quizás porque en los demás sí es algo gordo y al padecerlo nosotros pretendemos disfrazarlo de "tontada de nada". La subjetividad, nuevamente.
Y también ocurre que vemos el problema, sabemos cuál es la solución, conocemos las herramientas y, aun así, nos quedamos de brazos cruzados porque intuimos que seguir el proceso habitual acarrearía problemas aún mayores. O quizás no, aunque el "puede" ya es importante y definitivo. Recuerdo la actitud contemplativa del gobierno de Zapatero ante la crisis que todos veíamos menos ellos. Tal pareciera que el problema no era tal y que dejaban en manos de los hados la solución de algo que nos tenía, ya entonces, acogotados y sin respiración. No lo afrontaron, ergo, no buscaron la solución y el conflicto se enquistó hasta alcanzar proporciones épicas.
Ya sé que esto es reducir demasiado un asunto tan importante, pero insisto en que tenemos tanto miedo a perdernos en los laberintos de resolución de problemas que hasta acabamos pensando que no hay solución buena. Y la solución no tiene por qué ser la perfecta, sino la más adecuada para cada entorno y situación. Dudamos antes, dudamos durante y dudamos después. La duda es excelente, siempre que lleve a razonar y no paralice a quien la profesa, a veces, como si de una religión se tratara.
Todos los problemas merecen ser afrontados. No por ellos, por nosotros. Tenemos la capacidad de pensar, de decidir, de ser valientes y de desarrollar criterios propios, luego contamos con las herramientas fundamentales para llegar a buen puerto. Y no creo yo que sea buena política confiar en el azar o esa cosa tan bonita de que los deseos se cumplen. No dudo que así sea, pero siempre que hagamos algo para lograrlo. Porque si nos parece del género tonto quedarse en casa esperando que nos toque la lotería sin comprar el décimo, no entiendo por qué tendemos a pensar que las cosas se van a resolver solas con gran contento para todas las partes implicadas. Sería mucha suerte y la suerte, nuevamente, es patrimonio de quien se la trabaja.
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