Qué fea es esta palabra. Su pronunciación no resulta agradable, pero el concepto aún menos. Será por el componente hosco y la contención forzada que encierra. Y, sin embargo, ahí la tenemos, ejerciendo de gran reinona de los medios cual "palabro" megasupertrendy al que nos acabamos rindiendo sin reservas.
En estos días todos somos un poco tertulianos y un mucho entendidos en economía. A la fuerza ahorcan, amigos. Ante tanto reputado doctor en asuntos financieros ejerciendo de lo suyo en las televisiones, las cafeterías se llenan de parrroquianos que teorizan sobre inversiones, cooperativas, quiebras y sustos varios.
Entre los vocablos que manejamos, la dichosa austeridad protagoniza discursos, explicaciones y hasta broncas. En aras de la contención se cometerán los mayores dislates del futuro próximo y no se sabe si también del lejano. Practicar, ejercer y adoctrinar en la austeridad parece ser el remedio de todos los males, algo que contradice el sentido común de la microeconomía doméstica. Insisto en la evidencia de que los asuntos financieros y la que esta suscribe jamás hemos sido pareja de hecho ni de derecho, pero, aún así, me siento capaz de hacer mis propias deducciones sobre el tema y llegar a conclusiones que, no por peregrinas, estarían del todo exentas de razón. Pienso (luego insisto) que la demanda es la que estimula el consumo y engrasa la máquina. Pero también creo que al crecimiento de la demanda no se llega a través de la contención económica, sino abasteciendo a la población de los medios y los fondos necesarios para que esa demanda pueda medrar. Ello implica que si a los ciudadanos se les educa en la necesidad de reducir el gasto hasta extremos absolutamente pírricos, el consumo se paralizará y con ello el crecimiento. Ni siquiera hay que saber la tabla del nueve para llegar a semejante conclusión.
Keynes, al que tanto hemos oído nombrar en los últimos tiempos, insistía en la necesidad de invertir en obras públicas, ya no solo para mejorar infraestructuras, sino para dar trabajo a la población y atraer la bonanza económica desde dos frentes. En este Mediterráneo de pandereta donde nos toca vivir se ha optado por inyectar el dinero público en las entidades financieras, racaneándolo a sectores como sanidad y educación, que en otro momento resultarían intocables y que son excelentes indicadores del progreso y la estabilidad de una nación. Es cierto que en España tuvimos esa pequeña perversión keynesiana llamada Plan ñ que, en mi opinión, no se ejecutó ni en el momento ni con la finalidad adecuada. Pan para hoy, hambre para mañana. El Plan ñ estaba demasiado cerca, en el tiempo y en el espacio, de esa orgía constructora que recorrió el país no hace tanto, por lo que a muchos ayuntamientos no les dio tiempo a cambiar de hábitos. Ni tan siquiera de caras. En varios casos que no voy a detallar para que a nadie le entren aracadas, la especulación privada echó por tierra los esfuerzos para constituir una acción pública válida y eficaz, convirtiendo el Plan ñ en una gran boñiga.
Siguiendo con lo elemental, que diría Holmes, en toda esta cadena de demanda y consumo, si la gente no se fía de las entidades o, directamente, necesita tirar de ahorros para sobrevivir, el colapso bancario está asegurado. Eso, a pequeña escala, porque la falta de estimulación a la hora de crear empresas, la cicatería en la inversión tecnológica y otras tontadas del montón, llevarían a los bancos, que tanto exigen al gobierno y tan poco dan a cambio, a la muerte por sufrimiento. No es que no se lo hayan buscado, la verdad.
Todo este coñazo de post, en fin, para criticar la ejemplarizante austeridad en sus logros, pero también en sus practicantes. Es tan mala la austeridad económica como lo puede ser la emocional. El derroche puede ser un pecado de difícil perdón, pero la contención excesiva de números, de sentimientos o de lo que sea conduce a la desesperación, primero de quien la sufre y después de quien la practica. Impepinablemente. Otro día prometo intentar tomarme tanto despropósito de una forma más optimista, pero ahora es que, directamente, no me sale. No sé por qué será...
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