viernes, 21 de octubre de 2011

Adiós a las armas

Ayer fue un día histórico. De los que siempre recordarás con aquella frase de "el día que ETA dejó los armas yo estaba en/con (inclúyase lo que proceda)". Todos los españoles hemos saludado la noticia, ya no con alegría, sino con pasión. Y ojalá la resaca nos dure muchas jornadas más.
No voy a entrar en discusiones sobre la banda. Recuedo que, en mis años de universidad, mi profesor de Historia contaba y no paraba la teoría de que la simiente de ETA se remonta al carlismo. Una elucubración con un razonamiento muy lógico, por otra parte. Tampoco voy a detenerme en las consecuencias económicas del comunicado lanzado ayer. Imagino que para el gremio de los escoltas la noticia puede suponer un pequeño bajón, igual que para aquellos colectivos que durante años han recibido prebendas por trabajar y vivir en Euskadi. Pero también aventuro que el nuevo escenario insuflará otros bríos a sectores como el turismo, por ejemplo.
Quizás algún día desarrolle más estas ideas, pero hoy quiero contar mi experiencia personal, que no tiene moraleja ni conclusión alguna, pero es la mía. Como persona de provincias, cuando era pequeña, me parecía que las barbaries de ETA acontecían tan lejos de mi casa que la situación me era del todo ajena. Pero, claro, la vida da  muchas vueltas y una no sabe nunca con qué se va a topar en cualquiera de esos recodos.
Recuerdo que, poco después de llegar a Madrid para estudiar, hubo un atentado muy cerca de mi Colegio Mayor en el que murió un niño. Esa noche, la comunidad estudiantil se movilizó para donar sangre. Fue el primer aviso de que aquello era de verdad y no acontecía tan lejos como yo pensaba.
Más adelante, cuando ya vivía en un piso de estudiantes, me tocó ser testigo otro episodio. Una mañana que estaba en la cocina, desayunando con un compañero del piso, de repente, saltamos en la silla y oímos un gran estruendo. No puedo decir que fuera por ese orden, pero sí de esa manera. Además del susto que te llevas, se te queda el cuerpo como cuando estás a punto de pillar la gripe, que no sabes muy bien si tus sentidos siguen funcionando o se han quedado torcidos. Fue el día que ETA colocó una bomba en los bajos del coche de Irene Villa y su madre mutilándolas. Otra vez cerca de casa. En ese momento tuve conciencia total de la desprotección en la que nos encontrábamos, que había gente ahí fuera a la que no le importábamos ni como seres humanos, ni como hijos, padres, amigos o amantes; solo adquiríamos cierta entidad cuando comenzábamos a engrosar el contador de víctimas.
Hubo un tiempo en el que caminar al lado de una institución militar te producía cierto resquemor. Y tener algún miembro de tu familia en las fuerzas armadas te acarreaba angustia. De hecho, una persona muy cercana a mi madre murió en su día. Fue objetivo de ETA durante años y los terroristas acabaron con él a sangre fría. Otra señal de que todos, absolutamente todos, estábamos en el punto de mira.
En la última década he conocido a gente amenazada, que ha tenido que vivir con escolta las 24 h del día, con lo que ello implica de incomodidad e invasión de la intimidad. He visto también a políticos resignados a que, en cualquier momento, podían ser víctimas del tiro en la nuca. Y, asimismo, he pensado que, si eso llegara a ocurrir, toda persona que tuviera la mala suerte de estar a su lado o cerca, bien a propósito, bien por mera coincidencia, se hubiera convertido en daño colateral.
Nadie tiene derecho a mercadear con las vidas de otros. Si ya es injusto e indecente hacerlo desde el punto de vista emocional, cuando a ello añades también el físico, resulta inmoral. Ninguna causa justifica la muerte de personas inocentes, convertidas en villanos solo por desempeñar un trabajo en lugar de otro o estar haciendo la compra en determinado supermercado el dia D a la hora H.
Y es innoble que un grupo de descerebrados utilicen la amenaza y la coacción para controlar la existencia de todo un pueblo, sesgar la libertad de expresión, extorsionar e intentar influir en las instituciones con los medios más arteros posibles persiguiendo fines inhumanos.
Ojalá todo tenga un "the end" feliz. Que intentemos perdonar, pero no olvidar, para no repetir nuestra propia historia. Y que esa letra pequeña del comunicado, en la que los terroristas llaman al diálogo y la negociación, no se convierta en un chantaje o una excusa para volver a desentarrar las armas invocando la tozudez de las partes implicadas. Un adiós es un adiós y, a veces, tiene que ser para siemrpe.

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