A pesar de que Alberto Ruíz Gallardón no sea, ni de lejos, una de mis personas favoritas sobre la faz de la tierra, lo que aconteció días pasados en los aledaños de su casa me parece de vergüenza ajena. Eso de acosar a una personalidad pública cuando realiza una actividad estrictamente privada (pasear al perro en este caso) no es de recibo. Soy capaz de empatizar con las reinvindicaciones de la protesta, imagino que a participantes y organizadores del Orgullo Gay no les ha hecho mucha gracia, por no decir ninguna, que el consistorio les haya privado de su lugar mítico de festejos, pero les han perdido las formas. Y cuanco las formas se van por el desagüe, se desvirtúa el fondo.
Somos muy dados a creer que podemos dar la brasa a cualquiera, sea quien sea y haga lo que haga. Pero existen unos límites. A nadie le despertaría simpatía que su ex pareja se plantara en su trabajo contando intimidades de cama. No ha lugar. Pero sí nos parece adecuado asaltar por la calle a cualquier personalidad pública contándole nuestras cuitas o interesándonos por las suyas. Sin embargo, no nos damos cuenta de que semejante intento de satisfacer la curiosidad se puede interpretar como acoso. Y el acoso, cuando además es practicado por un grupo orquestado, imagino que puede estar hasta penado por la legislación.
Normalmente, la gente popular aguanta este tipo de intromisiones con estoicismo... hasta que siente amenazada su integridad física o la de los suyos. Ahí entra ya en juego el pánico y lo irracional. En el caso de los políticos todos, como ciudadanos de a pie, tenemos derecho a exigirles que cumplan su parte del trato; para eso los hemos elegido. Y con dicho fin se han habilitado cauces legales. ¿Que aún así se los pasan por el arco del triunfo? Seguro que hay formas mucho más ingeniosas y prácticas de llevar a cabo las protestas.
En España nos gusta mucho cotillear lo que hace el vecino. Tal vez por eso tendemos a creer que todas las vidas nos pertenecen y que podemos entrar a saco en las relaciones de los demás, sea con su pareja, amigos o con el medio. Y lo peor es que muchas veces lo conseguimos. ¿Algo bueno de todo esto? Que también somos más laxos en materia moral. Estamos tan acostumbrados a juzgar, que hay cosas que ya no nos sorprenden. Lo que verdaderamente nos deja anonadados es que, por ejemplo, en EE.UU. se descubra que un congresista es gay y, con ello, se de carpetazo a su carrera. Si alguien es buen gestor, lo que haga en su casa (siempre y cuando no sea constitutivo de delito) es totalmente futil. Otro asunto sería que el personaje estuviera tan distraído por asuntos íntimos que fuera incapaz de hacer su trabajo con responsabilidad, pero si esto no ocurre, allá él. A mí, personalmente, me da exactamente igual que un político tenga una amante -siempre que ambos consientan-, se fume un canuto de vez en cuando o toque la zambomba en sus ratos libres. Mientras ponga toda la energía de la que sea capaz en desempeñar bien su labor, por mí que haga lo que le salga de donde le tenga que salir. También es cierto que no se me ocurriría colarme en su casa por el balcón para protestar por la subida del recibo del agua. A lo mejor le monto una cacerolada delante de su despacho o empapelo su barrio con su jeta menos favorecedora, pero no invado su espacio íntimo.
Me chirría que el puñado de exaltados que siguieron a Gallardón el otro día no ejerzan el respeto que tanto predican. Estoy de acuerdo en que es una faena que no puedan celebrar sus fiestas en la mítica plaza de Chueca, pero el acuerdo pasa primero por la negociación con los vecinos; esos mismos que se quejaron ante el ayuntamiento por los ruídos y otras movidas nocturnas. A lo mejor soy una ingenua y creo que todo se puede dialogar. Y por muy mal que me caiga el señor Gallardón, no me parece digno asediarle cuando pasea con su mujer y su perro, sobre todo porque, a lo mejor, estos dos bastante tienen ya con convivir con él.
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