lunes, 4 de febrero de 2013

Cuéntame un cuento

Había una vez un pequeño país, otrora rico y próspero, que, víctima del mal gobierno y de la despiadada gestión de las autoridades, tornó en lugar pobre, lúgubre y triste. Donde antes había riqueza, bailes y alegría, ahora reinaba la tristeza, la desidia y la miseria.
Aprovechándose de esa desesperanza que había anidado entre la población, un gigante bajó al valle donde se asentaba el pequeño país y, con trucos de magia negra que alimentaron los deseos de venganza, convenció a sus habitantes de que solo él y otros como él podían salvarles de una vida de privaciones y llantos. La población, encantada al principio con ese gigante que tan bien había prometido cuidarles, le regaló lo poco que les quedaba en muestra de aprecio: algunos animales, pieles, monedas... El gigante atesoró aquellos obsequios y decidió que su nueva posición de jerarca merecía celebrarlo con sus amigotes y compartir con ellos, y solo con ellos, las donaciones que percibía de su pueblo estrangulado. De esta forma, el gigante y sus asesores, grandes de tamaño como él, pero pequeños de espíritu y tullidos de moral, se dedicaron a dilapidar lo poco que les quedaba a los ciudadanos. Acostumbrados a las juergas y a los boatos, decidieron ahogar aún más al país para mantener su elevado nivel de vida: pronto subieron los impuestos y, con ello, obligaron al cierre de las fábricas y al despido de muchos trabajadores. Asimismo, redujeron los servicios públicos, con lo que los niños no podían recibir educación ni los enfermos atención médica. Una ola de protestas se extendió por el país, que no entendía la ingratitud y el desprecio de quien había prometido salvarles.
Mientras tanto, el gigante y sus amigos seguían a lo suyo: atrincherados en su fortaleza contemplando sus riquezas, ensañándose con aquellos que osaran contradecirles e intentando hacerles entender a los necios ciudadanos que todo lo que hacían lo hacían por su bien.
En esta clima de desvarío total, surgió una persona, un líder populista que, sin apenas esfuerzo pero con mucho carisma, logró encandilar al pueblo, organizarlo y prometerle el derrocamiento del gigante. A cambio, solo les pidió una pequeña recompensa (sus hijos, sus mujeres, qué más da...), pecata minuta si lo comparamos con todos los beneficos que el país iba a lograr tras la intervención del adalid del Estado de bienestar.
Siguieron días de peleas, batallas y tensiones, pero, al final, el líder populista, arropado por sus seguidores, derrotó al gigante y a las alimañas que le rodeaban, aunque nunca más se supo de las riquezas acumuladas entre las paredes de la hedionda fortaleza.
Lo que el país tardó mucho, mucho tiempo en descubrir es que su líder populista, en realidad, había vencido tras pactar con los gigantes su vuelta a las cavernas. Les prometió que, aun a escondidas, les seguiría alimentando, que crearía fábricas para costear sus caprichos y les proporcionaría hermosas doncellas para satisfacer su lujuria. Que podrían extender sus tentáculos por la administración y que, cada cuatro años, les despertaría para que volvieran a darse un paseo por el país y así recordar a los súbditos que debían dar gracias al cielo por tener un líder populista y carismático, tan líder,tan populista y tan carismático.
Y así, todos fueron felices, unos en su ignorancia y otros en su opulencia. Eso sí, solo los mismos de siempre consiguieron seguir comiendo perdices.
Fin.


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