lunes, 22 de agosto de 2011

Cotilleo fino

Dicen esos estudios, a los que tanto reverencio, que cotillear es bueno para la salud. Y poner verde al que tienes al lado ni te cuento, añado. Aunque he de reconocer que no soy de naturaleza cotilla (mi condición de periodista me lleva a saber poco de todo y mucho de nada, pero arrastro un pudor inmenso a la hora de  hurgar en la vida íntima de las personas) lo cierto es que jamás le he hecho ascos a un comentario goloso sobre fulanito o manganita. Sobre todo si alguno de los dos, o los dos, me cae rematadamente mal.
Creo, no obstante, que una cosa es poner a prueba nuestro instinto de portera con el vecino y otra con los famosos. Las vidas de estos últimos son públicas, están ahí, las exponen y, aunque se quejen de la falta de privacidad, en el fondo todos sabemos que viven de ello y que es el precio que hay que pagar cuando se desea fama y fortuna. Para que te conozcan necesitas invadir la existencia del pueblo y eso solo lo lograrás a través de los medios. Es un toma y daca que, aunque algunos afirmen detestar y amenacen con ciertos conatos de rebeldía, no hace daño a nada ni a nadie. Este verano-invierno norteño, sin ir más lejos, durante una de esas tardes lluviosas en las que no sabía muy bien si rematar la Sagrada Familia o aprender a tocar el arpa, me sorprendí a mí misma totalmente obnubilada con un documental infecto que narraba las maniobras de seducción de Ben Affleck para conseguir los favores de Jennifer Lopez incluso cuando ella estaba casada con Chris Judd. Un trabajo intenso pero efectivo, destinado a llevarse a la chica sí o sí. Imagino a Jenny, hinchada como un pavo (o como una pava, aunque suene mal decirlo) ante tanta atención y elogio del detalle. Imposible resistirse. Debo reconocer que, tras aquella iluminación, el señor Ben Affleck subió varios puestos en mi altarcito de hombres con agallas, cada vez más menguado. Luego vi una película protagonizada por él y volvió a convertirse en simple mortal, pero ese es otro tema.
Lo que intento decir es que el cotilleo, siempre que no se haga uso de él para meterle el dedo en el ojo a alguien, no solo es sano, sino que desestresa y ayuda a la socialización. El cotilleo perverso, el que se difunde para hacerle daño a otra persona o entrometerse en su vida, es una cosa distinta y ejerce de primo hermano del rumor.
Muchos de los rumores de los que nos solemos hacer eco han sido pergeñados con el único fin de causar dolor. Cumplen perfectamente su misión: desestabilizar al protagonista y expandirse a la velocidad de la luz. Imposible discutir algo cuando ya está en boca de todos. Normalmente, el objeto de un ataque tan bajo sabe de dónde ha salido semejante estupidez, pero carece de pruebas, de capacidad de reacción y de la mala leche necesaria para contraatacar. Hay que aguantar y esperar a que la tempestad amaine, aunque la reputación de la víctima quede arruinada para siempre. Los rumores desequilibran personas, relaciones personales, labores profesionales, amistades y siembran discordia en las familias. Un arma de destrucción masiva que nada o poco tiene que ver con el cotilleo, esa clase de espionaje lúdico y festivo que no se ensaña aunque a veces escueza.
Con el advenimiento de las redes sociales el cotilleo se ha convertido en arte y el rumor en desastre. Por fin las mujeres nos hemos dado cuenta de que no llevamos en los genes el hablar de otros y querer saber sobre ellos y que los hombres tampoco son mancos a la hora de darle a la lengua y sondear vidas ajenas. Hasta el día de hoy no he conocido a ningún hombre que se haya negado a escuchar un cotilleo escudándose en su masculinidad ni que haya resistido la tentación de buscar a alguno/a de sus ex (novias, amigos o compañeros) en las redes sociales. Pero lo que en ellos sería trabajo de investigación, en nuestro caso se convierte en un "mira que eres cotilla". Pues, amigos, si las mujeres queremos saber qué aspecto tiene nuestra mejor enemiga del instituto, seguro que a vosotros también os apetece averiguar si el vecinito de la playa que os robó la novieta gasta calva y barriga cervecera. La vida es así.
Ojalá cuando contáramos algo de alguien lo hiciéramos porque estamos seguros de que es la verdad, bien porque hayamos sido testigos, bien porque la persona que nos lo haya transmitido sea de nuestra absoluta y total confianza. Si no, calladitos estamos todos más guapos, con pelo y sin barriga. Cien por cien garantizado.


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