Ahora que nuestras Comunidades Autónomas no tienen ni un céntimo de euro, corren que se las pelan para pedirle al Estado que se quede con el rosario de sus madres, esto es, con competencias tan golosas como Sanidad, Educación y Justicia, que parece que molan cantidad, pero gastan más que un hijo tonto.
Hace unos años todos recordamos aquella fiebre de recoger fondos europeos a punta pala para hacer de lo nuestro (o de lo suyo) lo más florido del lugar y convertir cada bondad autonómica en lo más mejor. Siempre ha importado preservar lo cultural y propio, de eso no hay duda, pero si además le puedes pasar por las narices al de al lado tu superioridad, eso que te llevas.
Yo siempre he sido muy partidaria de conservar lo autóctono y diferente que tiene cada una de nuestras Comunidades. Es fundamental para la supervivencia de un pueblo divulgar su cultura, sus leyes y todo aquello que le haya dotado de una personalidad histórica. Pero tampoco hay que olvidar que el patrimonio de cualquier nación o nacionalidad son sus gentes y que, en los tiempos que vivimos, hay que hacer un esfuerzo para formarlos o formarnos como ciudadanos del mundo y no solo del terruño. Digo esto porque, en mi opinión, los conflictos locales por ver quién mea más lejos pueden parecer absurdos vistos desde la distancia, si no fuera porque tienen el vicio de contagiarse dando lugar a grandes inquinas.
En el caso de España, al margen de quién rasca (o rascaba) más porción de tarta, lo cierto es que es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. Aunque luego haya diferencias creadas por el entorno social y medioambiental en el que creces. Yo, por ejemplo, me siento más cercana en forma de entender la vida a un cántabro o a un vasco que a un andaluz o a un murciano. Tal vez porque nos hemos criado al amparo de las mismas brumas. Pero eso no quiere decir que no sepa apreciar la cultura ni la esencia de cada cual, aquello que los hace distintos a mí.
Insisto en que el deber de los Estados es formar ciudadanos del mundo que sepan amar lo suyo y respetar lo de los demás, pertenezca al que linda con su casa o al que vive en Qatar. Nuestra literatura, nuestro arte, nuestra riqueza gastronómica... todo tiene un valor incalculable del cual tenemos el deber de ser transmisores, pero sin imponer.
Volviendo al debate éste de las competencias, me parece muy curioso que todo se haga por el vil parné. Cuando nos llovían euros por gestionar educación, nos encantaba hacerlo. Y, además, obligando a todo quisque a que entrara en nuestro sistema educativo, el mejor del universo conocido. Ahora nos estorba y ya nos da igual que venga papá Estado y lo desmonte todo. Igualito que un adolescente: nos mola estar con nuestros padres cuando podemos ordeñar la vaca; si no, pasamos un kilo y nos dedicamos a desbarrar con los colegas, que es lo que nos pone de verdad.
Cambiando de tema, ayer surgió otro hecho diferencial que me dejó subyugada. Hacía referencia a los usuarios de BlackBerry. Pobres. Los llamaron pijos y nadie dijo nada; Calamaro los tildó de gilipollas y el resto del mundo se rió; ahora, el gobierno británico les acusa de vagos y maleantes y de orquestar los disturbios londinenses a través de sus chats privados y todos miramos para otro lado. Algún día vendrán a por nosotros. O no. Bien pensando, acabo de entender por qué mis amigos son más de iPhone... (es broma, ¿eh?).
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