Acabo de regresar a Madrid y lo primero con lo que me he topado es con un calorón del quince y la capital convenientemente tuneada por peregrinos de la JMJ. Incluso mi barrio, que no es precisamente un éxito de crítica y público, ha sufrido una pequeña invasión de jóvenes de distintas razas adornados con camisetas jalonadas de loas al Sumo Pontífice. Como ni el calor ni la JMJ son factores que motiven mi espíritu e inviten a mi cuerpo serrano a pasearse por las aceras, me he hecho con el kit básico de supervivencia: bebidas frías, chocolate y novelas policiacas. Y a esperar hasta que escampe.
Es curioso esto de las novelas policiacas. Reconozco que he desarrollado una especie de adición a las tramas truculentas. Cuanto más mejor. Quiero decir que si hay torturas y sangre, pues eso que me llevo. Tanto me entretienen que había empezado a clasificarlas por orden alfabético en el rincón de mi cerebro "taras personales de Chus", pero hete aquí que detecto una fascinación mal disimulada por el tema en las féminas que me rodean. Podría habernos dado por la novela romántica (muy de chicas, imagino) o por la histórica (más de lo mismo), pero no. Nos gustan los asesinatos en serie, a poder ser cometidos en paisajes agrestes, y resueltos con lógica por algún intrépido detective. Somos tan aficionadas las mujeres que, si me pongo a pensar, varias de las escritoras más celebradas del género también son de las nuestras. Ahí están sino Camilla Lackberg, Asa Larsson, Val McDermid o Fred Vargas, por nombrar a algunas.
¿Por qué las mujeres adoramos el misterio? Tal vez por lógica. Quiero decir que, igual que aplicamos por defecto la lógica a nuestras vidas, nos gusta que nos cuenten historias que presuman de lo mismo. Nos encantan los retos que pongan a trabajar nuestra mente, los retratos psicológicos, y cada vez llevamos mejor el tema de la casquería, tanto en literatura como en cine. Después de todo, tampoco hay tanta diferencia en ver trabajar a un CSI y limpiar una merluza...
En realidad, estas teorías que acabo de escupir son un poco de pata de banco, porque realmente no sé a qué se debe el repunte generacional de la serie negra con tantas damas dando ideas y recibiéndolas. Quizás sea por puro morbo. O tal vez la culpa la tengan los personajes, seres complejos y, muchos de ellos, acomplejados. Incluso los héroes o heroínas tienen cierto aspecto vulgar, personas a la que no echarías ni medio vistazo si te cruzaras con ellas por la calle. Gente normal a la que le pasan cosas anormales. Como la vida misma.
Durante un tiempo escribí sobre cine y adquirí el vicio de fijarme demasiado en las películas, en si el contraplano era correcto, si la misma escena no sufría variación temporal, de encuadre o de atrezzo cuando se trabajaba sobre idéntico plano, etc. Un horror, porque te impide disfrutar de una película como cualquier hijo de vecino. Espero que mi fervor por las novelas de misterio no acabe igual y me lleve a pelearme con la lógica temporal de la narración y psicológica de los personajes. Fruto de mi mala costumbre de leer entre líneas las historias, pero también a las personas.
Hace un tiempo llegué a sopesar la idea de escribir mi propia novela de serie negra, pero creo que no doy la talla. Hasta tenía escenario: las brumas gallegas o algún barrio obrero de Madrid, ciudad con la que desde hace un tiempo me llevo fatal, de la que siempre quiero irme y a la que nunca deseo regresar. En el fondo, siento cierto escozor cuando pienso en que, con los paisajes y contadores de historias tan maravillosos que tenemos en España, nos guste más que a un tonto un lápiz recrearnos en las nieves nórdicas. Aunque los países septentrionales cuenten con los mayores índices de violencia doméstica (este dato se me ha quedado grabado ad eternum, vaya usted a saber por qué), ello no implica que sus mentes sean más retorcidas que la nuestras. El calor también es capaz de sacar lo peor de nosotros mismos. Quien lo probó, lo sabe.
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