En mi entrada de ayer comencé un pequeño discurso sobre príncipes azules y cuentos de hadas que dejé en el aire. No puede ser. Tema tan importante como éste merece un desarrollo a la altura. Pues nada, al lío.
Todas las mujeres somos conscientes de que Cenicienta, tras ser víctima de una locura transitoria y enamorarse de un fetichista de los pies, contrajo matrimonio con el susodicho y, desde el bodorrio, se dedicó a dejar como los chorros del oro paredes y suelos del hogar conyugal. Mientras, el amor de su vida se afanaba en cabalgar vastas llanuras, quién sabe si en busca de extremidades más floridas que las de su señora. Esto lo deduces cuando ya has cumplido unos años, porque de cani, todo es maravilloso: crees que el hombre ideal llamará a tu puerta un día, te defenderá de serpientes y dragones y comeréis cereales para el desayuno y marisco las fechas señaladas. Y no digo yo que esto no pueda ocurrir, pero el precio a pagar a lo mejor no es baladí.
Vamos a ser sinceros: ni nosotras somos delicadas princesas de cuento ni ellos príncipes azules a lomos de esbeltos rocines. Y, aunque lo fuéramos, el amor es mucho más que un deslumbramiento de los sentidos y un casquete echado a hurtadillas entre zarzas y romeros. Pero es cierto que los hombres juegan con ventaja. En ningún momento de su infancia les anuncian el advenimiento de una princesa maravillosa que les colme de atenciones, aunque cuenten con el ejemplo de sus madres. Lo más parecido que tienen son las chicas del Playboy, dueñas de sus primeros picores, pero que prometen lo que prometen y ya. En mi opinión, son menos proclives que nosotras a buscar a la mujer de su vida como si les fuera en ello la ídem. En cambio, a las féminas se nos ha educado en dicha búsqueda, cual Indinana Jones a la procura del Santo Grial. Y, claro, nos llevamos decepciones a montones. ¿Por qué? Porque cuando esperas mucho del otro, la desilusión puede ser de traca.
No creo que sea cierto que nosotras nos enamoramos tras una noche de sexo, pero sí que forjamos con mucha facilidad vínculos de cariño que a lo mejor no procede o la otra parte no se merece. Y ya sabemos que al príncipe le tientan mucho los bailes, las cacerías y las veladas con amigos a los pies de la lumbre. En este sentido, hace años que urdí un cuento que viene, valga la redundancia, muy a cuento. No voy a entrar en detalles del principio, pero en un momento de la historia, la princesa (republicana, que en mis cuentos no puede ser de otra forma) es besada por un aspirante a príncipe de todo a cien. El susodicho, que superpoderes no tendría pero a mala baba no le gana nadie, la convierte en rana y la lleva a un estanque para que la cosa no se note mucho. Allí la visita cada día prometiéndole que será su compañero fiel y que, gracias a sus desvelos, muy pronto abandonará su aspecto de rana para volver al estatus de bella damisela. Mientras tanto, la pobre princesa republicana debe aguantar las humillaciones de los compañeros del estanque y de los amiguetes del forjador de su desgracia, cuya mayor diversión es tirarles piedras y escupir a todo animal que se mueva. Así son de majetes.
Un día, el pretendiente (in)fiel desaparece sin decir adiós. Y la princesa rana queda desolada, aguardando cada día a que cumpla su promesa de volver y seguir a su lado. En su mente pergeña mil situaciones que lo disculpen, aunque su corazón dice que nunca regresará porque, en realidad, jamás le tuvo el afecto que ella suponía. Pasan los días y la rana, poco a poco, se da cuenta de que no le hace falta un imbécil como ése para ser feliz. Y mientras esta idea germina en su mente, adquiere seguridad en sí misma, su físico va cambiando y empieza a recuperar sus hechuras de princesa hasta regresar a la forma humana.
No voy a mencionar el final del cuento, aunque sí la moraleja: todas somos princesas, pero no necesitamos a nadie que nos lo diga; si los demás no saben valorarnos como las mujeres extraordinarias que tienen delante de sus narices, no nos merecen. Que el príncipe se quede con su caballo y sus cacerías, que nosotras ya nos encargamos, y muy bien por cierto, de los asuntos del reino. Colorín, colorado.
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