Todos recordamos la que se montó con el nacimiento de la heredera al trono de España, la infanta Leonor. Ante la llegada de una fémina, los menos rancios (o sea, la mayoría) abogaron por cambiar el artículo de la Constitución que primaba al heredero varón por encima de una hermana nacida con anterioridad. Las excusas de los políticos para no meterse en berenjenales fueron muchas y variadas pero, en resumen, venían a decir que el asunto de reformar nuestra sufrida Carta Magna era un engorro, que llevaba tiempo y esfuerzo, que el pueblo debería votar para ver si aceptaba los cambios, con lo de gastos que implicaba una campaña, y que no estaban los padres de la patria para perder el tiempo consensuando artículos con el enemigo. Vamos, que para hablar de testas coronadas, mejor esperábamos a que hubiera que modificar alguna que otra coma más y, si eso, ya lo pasábamos por el tamiz de la urnas.
El interés por los nacimientos principescos perdió enteros y hoy, a finales de agosto de 2011, tras apenas una semana de debate público (imagino que el privado comenzó mucho antes), ya tenemos la reforma prácticamente recién salidita del horno, consensuada y lista para que el parlamento le conceda la gracia de regirnos y el senado consienta. No sé si en dicha reforma se incluye el tema de los herederos y herederas, pero lo que todos hemos deducido, tras tamaño meneo legislativo, es que aquí había que cambiar el techo del déficit público costara lo que costara, porque se avecinan elecciones y los candidatos tienen que llegar al 20 N de blanco inmaculado, sin rémoras, como una novia virgen.
A mí esto de la economía me viene, no ya grande, sino gigante. Cuando me tocó estudiar sus fundamentos en la Universidad tenía que hacer ímprobos esfuerzos para entrar en materia y que mi cabeza no se evadiera en asuntos más prosaicos. Mis conocimientos se limitan a los de todo el mundo, así que no me voy a parar a analizar si el cambio de este asunto de la deuda es merecedor de unas prisas o no. Lo que me parece una desfachatez es que la clase política se lo guise y nos lo de, no ya servido en platos de cartón, sino comido y, perdón por la expresión, cagado.
La Constitución es fundamental en la vida de los ciudadanos, porque garantiza nuestros derechos y establece parejos deberes como integrantes de una nacionalidad. En el siglo pasado, nuestros padres tuvieron que votarla y decidir si la aceptaban tal cual. Hace pocos años, insisto, se habló mucho de la necesidad de someter a referndum cualquier cambio que afectara al texto, un asunto de singular importancia. El mismo que, mira por dónde, hoy nos pasamos por los bajos.
Estos políticos que negocian a nuestras espaldas son los que hemos elegido. Sin embargo, el que nos representen no les da el derecho a tomar decisiones tan trascendentales como una reforma constitucional sin nuestro beneplácito. Mecanismos tienen para saltarse la consulta a la torera, pero eso no me impide formular el deseo de que me expliquen en qué me va a afectar a mí el tema y decidir si estoy de acuerdo o no. Y eso solo se puede hacer a través de un referéndum, una de las bases de este sistema tan democrático en el que nos ha tocado vivir.
El movimiento 15M denunció a grito pelado aquello de "¡No nos representan!". Pues bien, parece que no han gritado lo suficiente. Es legítimo que nos sintamos como cuando un grupo de amiguetes hablan a nuestras espaldas y sabemos positivamente que no lo hacen para piropearnos. Y también somos conscientes de que ninguno va a dar la cara por nosotros. Si los señores diputados opinan que los ciudadanos de a pie ni pinchamos ni cortamos en asuntos de alta política, que tengan a bien explicarnos el por qué. A lo mejor entendemos sus razones y consentimos. Pero mientras a nadie se le ocurra tener el detalle de hacerlo, yo, por lo menos, sigo emperrada en que quiero votar. Es mi derecho constitucional.
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