Leía el otro día una entrevista con el escritor Philip Kerr en la que éste afirmaba que Alemania siempre había estado en el centro de la historia. Y si lo pensamos un minuto, no le falta razón.
Hasta ahora, mi único axioma sobre los germanos era aquel que dice que el fútbol es un deporte de 11 contra 11 en el que siempre gana Alemania. Un dicho que, por cierto, es muy popular también en el país europeo, cuyos ciudadanos lo exhiben orgullosos en cualquier conversación de bar. Alemania, por tanto, parece una nación que jamás se resigna a jugar el papel de comparsa, adquiriendo siempre un rol significativo allá donde planta su bandera. Sin ir más lejos, bastaría con recordar su actuación en las dos grandes guerras mundiales que la humanidad ha padecido y ese empeño en postularse como elemento decisivo de la supuesta tercera guerra mundial entre ciudadanos y mercados que nos tiene a todos acogotados.
Los renglones de la historia moderna se han escrito según los caprichos del país germano. La primera mitad del siglo XX vio modificado su curso ante la irrupción histórica del nazismo, cuya memoria estamos aún penando y reviviendo tímidamente cada vez que un grupúsculo de adoradores del fuhrer se presenta a las elecciones sin el menor sentido de Estado ni, mucho menos, democrático. La segunda mitad del siglo XX, no obstante, estuvo marcada por otro envite alemán, cuando las autoridades del país decidieron derribar el muro de Berlín que, hasta entonces, separaba Europa en buenos y malos o, lo que es lo mismo, entre países de espíritu democrático y naciones de intolerable inclinación comunista. Semejante gesto no solo transformó la geografía europea, sino que fue el origen de ciertos estertores nacionalistas (y posteriores guerras por el ser y el parecer) y modificó para siempre las relaciones entre los países, convirtiendo a las naciones empeñadas en seguir la senda comunista prácticamente en unos parias y obligando a Occidente a buscarse nuevos enemigos para cultivar la cohesión interna y ejercer el odio externo.
Ahora mismo, los europeos del sur, esos PIGS (Portugal, Italia, Grecia y España) a los que tanto desprecian, somos víctimas de los designios de una Alemania cada vez más antipática, gobernada por una señora muy conservadora (incluso en su físico) que opina, como el catolicismo más rancio, que a la salvación solo se llega a través del sufrimiento. La mayoría somos conscientes de que, en realidad, son los alemanes quienes ejercen de brazo político de esta dictadura practicada por los ricos más avariciosos, y que son ellos a quienes rendimos pleitesía.
Todo ello no contribuye precisamente a la buena fama del país germano. En esta crisis que nos afecta, los alemanes han actuado como lo que parecen: más tecnócratas que ideólogos. Su gobierno parece compuesto por seres que cada mañana se dejan las emociones en casa, si es que un día las tuvieron. Pero, además, da la impresión de ser gente fría, obsesionada con el deber y la responsabilidad, demasiado práctica y muy poco creativa, que cuando se dedican a emprender lo hacen solo porque alguien les ha dicho que es su deber.
He conocido a alemanes juerguistas, divertidos, simpáticos y muy buena gente, a la que su gobierno les está proporcionando una mala prensa inmerecida. Creo que es una nación rara, en el sentido de que quienes ocupan los altos cargos no tienen demasiado que ver, en aspiraciones y comportamiento, con la gente de a pie salvo, si acaso en la responsabilidad y la disciplina. Pero carecen de ese punto de locura que posee el pueblo llano y que logra que a todos nos gusten los alemanes cuando los conocemos en la intimidad. Claro que tampoco seré yo la que se queje de esa disociación entre gobierno y pueblo habiendo cuenta de lo que tenemos en España…
El gobierno alemán exporta lo más antipático del carácter germano y lo peor es que se empeña en que los demás nos rijamos por esos sus parámetros, que no nos son afines ni, por supuesto, nos van a solucionar la vida. Otra vez intentando ser el centro de nuestra historia y otra vez consiguiéndolo. Y en esta ocasión, como en las anteriores, cambiando el mundo tal y como lo conocemos. Es como aquella película de Ingmar Bergman, El séptimo sello (una de mis favoritas, por cierto) en la que el caballero y la muerte se juegan a la ajedrez el destino de la humanidad. Que cada uno se adjudique el papel que le corresponde en este drama.
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