viernes, 29 de junio de 2012

En tu cama o en la mía


Confieso que por un momento he tenido la tentación de cascarme una señora entrada sobre mis ex compañeros, ese grupo tan desunido que, tras vernos soportar humillaciones, abusos y acosos, después de contemplar cómo unos jefes inhumanos nos hacían la vida imposible durante meses para acabar dándonos la patada, ahora salen con que, los que ya estamos fuera, somos personas “tóxicas” y nos evitan como si lleváramos colgada del pechamen la letra escarlata. Es increíble tratar con tan poca humanidad y con semejante mala baba a quienes un día pelearon contigo e, incluso, algunos, también por ti. Pero como estoy absolutamente convencida de que todos, más pronto que tarde, cosechamos lo que sembramos, ahí lo dejo y los dejo, intentando sobrevivir, mientras la mayoría de los que ya estamos fuera nos aplicamos al noble arte de vivir.
Así que paso página a esta esperpéntica situación y me centro en otra que, quizás, a algunos, les parezca tan o más extravagante que la anterior. Me refiero a esa costumbre que, según el gran Siro, cuyas columnas leo con devoción en La Voz de Galicia, se daba en las aldeas gallegas de donde son originarios mis padres y que recibía el bonito nombre de “mocear na cama”.
Está claro que uno no acaba nunca de conocer a sus antepasados, igual que es evidente el daño que hizo la moral practicada y exigida por la Iglesia católica a ciertos hábitos festivos y festivaleros que han llenado de color el ya de por sí vistoso imaginario popular. Es cierto que una ya se imaginaba que hubo un tiempo anterior en que las costumbres sexuales tenían cierto relajo. No es que me lo hayan contado; es que tengo ojos y, sobre todo, oídos. En la montaña gallego no era nada extraño ser madre siendo soltera o tener hijos de varios hombres diferentes. Incluso se podría calificar de habitual que una viuda pariera un retoño del marido más de un año después de la muerte de éste. Todo muy natural. Como es lógico, esta historia de mocear na cama, a la que los países anglosajones llaman bundling, tiene mucho que ver con semejantes jolgorios familiares.
Básicamente, el tema que te quema consistía en que una moza de buena disposición ponía su cama al servicio de aquel varón que le agradara (podía ser el mismo o cambiar según los días) con el consentimiento de su familia. Solían ser los “sobrados” o desvanes los lugares destinados para el roneo. Allí, la pareja se metía en la cama, vestidos o, al menos, con lo esencial puesto, y hablaban de sus cosas para, digamos, conocerse mejor. En algunos casos, era la chica la que se metía en la cama y el chico el que se tumbaba sobre las mantas. Así se les iba la noche hasta la mañana siguiente, cuando el protagonista masculino abandonaba el lecho para ocuparse de sus quehaceres.
Hay que tener en cuenta que en aquella época (hablamos, sobre todo, del siglo XIX) se consideraba normal que animales y personas convivieran en la misma vivienda y que miembros de la misma familia compartieran cama, con lo que me imagino que el espectáculo era pa’verlo. También estoy convencida de que a los padres se les suponía consentidores hasta cierto punto, porque si el mozo pretendía pasar a mayores y la moza no, allí no habría lugar ni para un inocente magreo. Y estoy segura de que esta costumbre tan bonita y tan práctica, perdió fuelle por el empeño de la Iglesia en controlar la vida de las aldeas a través de los párrocos e imponer las buenas maneras convirtiendo el sexo, ya que pasaban por allí, en algo pecaminoso y traumático. Hasta hoy.
El bundling es un invento del norte de Europa que se extendió a América muy pronto, tal vez porque las cosas golosas nos gustan a todos y el que piense que no, que tire de la menta. Y creo que es una pena que lo hayamos relegado al árbol genealógico porque, seguramente, su conservación y restauración en tiempos difíciles habría hecho mucho bien a los asuntos del corazón y la carne, además de darle a la mujer el poder de elegir cuándo, dónde y, sobre todo, con quién, sin que nadie se escandalizara por ello. Es más, lo habitual era que la chica cambiara de pretendiente a voluntad y con consentimiento, no solo familiar, sino también del grupo social en el que vivía, que presenciaba los hábitos del flirteo como una etapa necesaria de la maduración personal y sentimental.
A veces tendemos a pensar que los revolucionarios son los otros y, sin embargo, resulta que la rebeldía habita en nuestra familia, aunque sea en el cajón de la abuela. Nos creemos modernos cuando verdaderamente los modernos y avispados fueron aquellos que nos sonríen desde las fotos en sepia; nosotros solo nos hemos dejado llevar pretendiendo haber descubierto la pólvora. Y está claro que, al menos, en mi tierra, los fuegos artificiales los disfrutaron otros. Lástima…


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