Como decíamos ayer (o anteayer, qué más da), el pueblo español, soberano en sus decisiones, ha pasado unos días estupendos haciendo burla de los comentarios insustanciales a pie de campo que esa chica, Sara Carbonero, pronuncia cada vez que le dan un micro. Se ve que a la mujer le han dolido las puyas (y a cualquiera no) y se ha revuelto en su mismidad arrojándonos a la cara uno de los episodios más negros de la ya de por sí negra historia de España.
Viene a decir Sara que también en la Inquisición se denunciaba a inocentes para después torturarlos hasta la muerte. Incluso se alzaban falsos testimonios de brujería, producto muchas veces del odio y la mala vecindad, para quemar a las mujeres en la hoguera. Esto, que no deja de tener un poso de verdad, vendría a ser como un cruce entre un biopic sobre Tomás de Torquemada y Las Brujas de Salem, ese libro, escrito por Arthur Miller, del que muchos hablan y no tantos han leído. Un drama de los gordos actualizado, protagonizado y sufrido por la inefable Sara Carbonero.
Vamos a ver, bonita. Todos, absolutamente todos, tenemos el propósito de caerle bien a la gente. Dicho propósito va convirtiéndose, a medida que crecemos, en una imposible estrella fugaz que se nos deshace entre las manos y nos conduce a conformarnos con gustarles solo a unos cuantos. El hecho de tener al universo a tus pies es una quimera pareja a la de aquel que se empeña en decir esa cosa tan infantil e ingenua de "yo me llevo bien con todo el mundo". Estoy convencida de que, quien así habla, no es consciente de que en ese mismo momento hay alguien pensando que no se lleva nada bien con él y otros muchos, simplemente, ignorándole. Personas a las que les resulta absolutamente indiferente porque jamás ha hecho nada por ganarse su confianza ni su afecto (ya he dicho muchas veces que quien no se involucra no mama).
En resumen: para tener buena imagen hay que arriesgarse y tenerla también mala, porque, paradójicamente, no habrá quien te defienda si nadie te ataca. Y es en la defensa donde vemos lo que de verdad importamos (y gustamos) a los demás. Esta premisa se hace mayor cuanto más mediática es la persona. Nadie que tenga proyección en televisión puede caer en el absurdo de pensar que es adorado por todos. El hecho de estar expuesto ya implica ser juzgado, lo hagas bien, mal o regular.
Una vez con el cerebro preparado para asumir lo básico, hay que saber tomar distancia y estar por encima de imitaciones y críticas poco constructivas. Algo que tiene mucho que ver con esa cosa llamada sentido del humor que hace grandes a las personas. Pillar una rabieta porque alguien te imita, te critica o hace chistes a tu costa supone, además de un preocupante síntoma de inmadurez, darle más leña al mono y propiciar que las chanzas tengan segunda y tercera parte.
Sara debería ser consciente de cuál es su papel y de que, también, muchos de sus compañeros varones han sido continuamente objeto de risas por hacer lo mismo que está haciendo ella: soltar obviedades a pie de campo. Y el que sea incapaz de recordar un chiste sobre Michel y sus comentarios surrealistas, por ejemplo, que tire el primer balón. A ella debería resbalarle todo esto, porque no creo que sea tan inconsciente como para no saber que está donde está no precisamente gracias a su enorme simpatía y su indiscutible talento. Dejó la carrera sin terminar porque los mandamases de la tele querían a alguien con su físico; si hubieran preferido a una periodista de raza, ahora mismo tendríamos a María Escario metiéndoles la alcachofa a los jugadores a pie de banquillo.
Una vez entendido que esta chica no va a salvar al mundo, que le queda aún mucha mili para ser una periodista de investigación y que su papel no es descubrir un nuevo Watergate sino alegrarles las tardes al personal masculino hablándole de pelotas, la reacción ante las mofas viene a ser, como mínimo, extemporánea. No creo que nadie esté torturando a Sara metiéndole astillas en las uñas ni aplicándole la toca (aquello de introducirle un trapo al reo en la boca hasta la tráquea para mojarlo después con agua). Ni tan siquiera imagino que haya alguien tan mezquino como para infligirle la tremenda humillación de dejarla sin laca. Tampoco pienso que ninguno de sus vecinos la haya denunciado por destripar a niños o cosas peores. Incluso recuerdo que, últimamente, no la ha acusado nadie de que a Iker Casillas se la endiñan (con perdón) por su culpa. De ahí que esa comparación grandilocuente con el sufrimiento máximo me parezca una torpeza fuera de lugar.
Si la moda de los chistes había empezado a amainar, el rebote de Sara y sus torturas no han hecho más que empeorar la situación. Paradójicamente, han sido las mujeres las que más han salido en su defensa, acusando a los comentarios del famosísimo #GraciasSara de machistas. Para que luego digan que no somos solidarias. Aunque se trata de una solidaridad mal entendida, porque tendríamos que abstraernos los suficiente como para que el buen hacer y la profesionalidad esté por encima de los sexos y de los méritos o deméritos físicos. El trabajo de Carbonero no despierta ni frío ni calor y así lo cuentan hasta compañeros suyos, que de cara a la galería la defienden a muerte y en petit comité la tratan como a un niño de primaria que, por error, se ha inscrito en primero de Medicina. Aun así, y oficio aparte, seamos sinceros y entendamos que lo que de verdad entretiene y da esplendor no es ella, sino el circo montado en torno a su persona.
Yo, de Sara, me quedaría con aquello de "que hablen, aunque sea mal". Eso significa que estás en los pensamientos de muchos y los duermevelas de otros tantos y que no te va a faltar trabajo. Off de récord: sería estupendo que el santo Casillas saliera ahora como un león enjaulado en defensa de los desbarajustes de su chica, como ya hizo meses atrás. De dúo romántico a dúo cómico. Impagable.
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