El mundo no deja de pasmarme. Mientras unos intentamos que no nos quiten las cosas de comer, en otro lugar del planeta, a unos cuantos locos sueltos les da por jamarse al de al lado, con el consiguiente éxito de público y crítica en los medios internacionales.
Ya es casualidad que, en los últimos días, hayan saltado a primera plana los casos de tres tipejos (dos seguros y uno posible) que ejercieron el canibalismo en distintos lugares de América del Norte. O no, porque, a lo mejor, el efecto imitación y el tener asegurada una nota en todos los diarios, ha favorecido la propagación de la enfermedad. En todo caso, está claro que semejantes juegos del hambre no siguen ninguna ancestral costumbre oculta de los antepasados de tales descerebrados, lo cual tendría cierto sentido antropológico. El mismo del que carecen estos crímenes fruto de un placer insano y una tremenda calentura de olla.
Muy mal le tiene que funcionar la perola a la peña para desear merendarse a alguien. Todos, en algún momento de nuestra vida, hemos dicho aquello de "¡Ay, que te como!" cuando veíamos los mofletes de un tierno bebé o nos entraban tantas ganas de fusionarnos con nuestra pareja en los primeros estadios de la relación, que nos la hubiéramos comido entera. Siempre poéticamente hablando, por supuesto.Pero de ahí a imaginarnos destripando al de al lado para luego hacernos un banquete con sus entresijos, va un largo abismo.
Personalmente, y que nadie me tire tomates, recuerdo con cariño la película Viven y el libro que se escribió con motivo de la tragedia de los Andes, cuando el avión que trasladaba a un equipo de rugby uruguayo chocó contra las montañas. La historia es un canto a la supervivencia y a la fuerza de unos niños (apenas estaban saliendo de la adolescencia) capaces de mantenerse vivos por encima de las circunstancias contrarias y tener fe absoluta en que, más pronto que tarde, alguien les hallaría en medio de la nieve. En esta ocasión, el episiodio de canibalismo que protagonizaron, y que todos entendemos producto de la necesidad, constituye un recurso último de supervivencia que no merece la crítica de los demás, si acaso, la de ellos mismos, que son los únicos que pueden comprender lo que en esas cumbres se vivió y sufrió. He aquí el canibalismo despojado de su esencia inhumana y convertido en opción de supervivencia y debate moral.
Pero éste no es el componente normalmente asociado a una práctica que creemos prpia de las fieras sin alma ni razón. En realidaad, se trata de un hábito de la naturaleza al que nos consideramos ajenos porque somos seres más evolucionados y mejores en su conjunto. De ahí que nos llevemos las manos a la cabeza cuando llegan a nuestros oídos episodios tan lamentables como los acontecidos las últimas semanas.
Recuerdo que hace tiempo saltó la noticia de un japonés que quedaba vía internet con otros que deseaban ser comidos. El depredador no salía de caza; la presa venía a él. Es la diferencia entre lo terrible y lo horrible: terrible es que alguien quiera asesinar a un ser humano y comérselo y horrible que otro quiera ser comido. Y no voy a entrar en debates acerca de que nosotros, tan santos, también nos ponemos hasta arriba de carne animal etc. No ha lugar.
También me acuerdo de una información que leí hace casi un año sobre un turista alemán devorado por una tribu caníbal en la Polinesia. Al parecer, el incauto seguía las coordenadas que Herman Meville, autor de Moby Dick, reflejaba en su libro Taipi, un edén caníbal. Un paraíso inhóspito y perdido, aunque, visto lo visto, tal vez ya encontrado. Lo curioso es que no nos extraña tanto que halla caníbales escondidos en la Polinesia francesa (¡qué exótico!) pero sí en el corazón de Manhattan. Quizá porque en un caso se trata de una costumbre antiquísima, inasequible al desaliento de la ley occidental, y en el otro de una psicopatía íntima, aunque con un inquietante componente social. Y, seamos honestos, muy pervertida tiene que estar una sociedad para parir semejante tipo de individuos.Ahí lo dejo.
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