sábado, 9 de junio de 2012

Soberbia

Soy muy fan de los pecados capitales. No porque me pase el día cometiéndolos, sino porque es la tipificación más básica de emociones inherentes al ser humano, de las cuales, como demuestran las diferentes religiones, no nos hemos desvinculado durante siglos.
Ninguno de nosotros ha podido abstraerse de estos denominados pecados, alguno de los cuales se ha visto elevado a la categoría de tal sin que, por sí mismo, haga daño a nadie. Tal es el caso de la gula (que si uno tiene posibles para caer en ella apenas al único que puede ofender es a su colesterol) o la lujuria, que cuando es compartida, ni yo ni nadie podrá ponerle objeciones. Sin embargo, no ocurre lo mismo con pecados capitales que se han convertido, a fuerza de practicarlos, en patrimonio de la humanidad. Tal es el caso de la envidia, que tantos buenos momentos ha proporcionado a este blog, o de la soberbia, que es el que me ocupa el día de hoy.
Todo a raíz de que esta semana me haya topado con un tremendo mentecato, un personaje famoso cuya posición social y su talento le han colocado en un lugar donde se cree, como diría alguien que yo me sé, el rey de la mierda en la montaña de las cagadas, depositario único del poder de humillar a los otros. No sabe este monarca de pesadilla que para humillar no basta con quererlo, sino que es imprescindible que el otro esté en posición de dejarse vilipendiar.
Y es que, a veces, la vida te coloca en lugares donde, definitivamente, pierdes la perspectiva. Solo te relacionas con otros pares que ocupan el mismo escalafón social, lo que te lleva a no entender ni empatizar con los comunes, que somos la mayoría. No dudo que tal estatus sea merecido aunque, en este caso, tendría mucho que ver la herencia y el haber vivido en ambientes de seres acostumbrados a manejarse entre oropeles, entregados a la única verdad verdadera de que los demás les deben pleitesía solo por ser vos quien sois.
Y no creo que sea así. El tener talento u ocupar determinados puestos de relevancia no te exime de tratar al resto con respeto y cortesía. Es más, si estás ahí se te presumen unas vivencias y una educación que te llevan a ponerte en lugar del prójimo y no a insultar primero y rematar después. La soberbia a la que algunos llegan tras creerse merecedores de todo y hallar en el camino gente que lo único que hace es bailarles el agua, alumbra tipos despóticos, impresentables e intratables, que al conocerles provocan sorpresa, luego decepción, después indiferencia y, por último, un tremendo aburrimiento.
Los famosos que se dedican a cualquiera actividad relacionada con el entretenimiento deberían tener en cuenta que han alcanzado su nicho de privilegios, no por ser los más divertidos en el salón de su casa, sino por disponer de un público afín. Les deben y, por lo tanto, nos deben, todo lo que son. De ahí que no pueda entender que haya ídolos de masas a los que muchos les han entregado alma y corazón para recibir, a cambio, solo malas contestaciones y prepotencia. Sobre todo porque nunca, jamás, puedes menospreciar al que tienes enfrente si no lo conoces y no te has tomado la molestia de departir con él.
Personalmente, y remedando a  Maruja Torres, cuantos más famosos conozco, más me gustan los Corleone. Primero, porque creo que gran parte de sus vidas son irreales e impostadas y, segundo, porque no me parecen seres interesante, tal vez debido a que su mundo no es ni será nunca el mío. Afortunadamente. Como no me canso de repetir, la gente interesante se esconde entre la normalidad, a veces se ocultan tanto que personas potencialmente maravillosas se convierten en anodinas y prescindibles solo por no querer destacar ni significarse. Pero las situaciones heroicas, lo que hacen grande a la gente, no se dan en el paraíso de las estrellas catódicas, sino en nuestras calles, nuestras plazas y nuestros pueblos. De ahí que la soberbia, junto con la estúpida envidia, sean dos de los pecados más absurdos y punibles: porque solo sirven para atacar al otro disfrazando con ello la carencias propias, que son muchas.
Robert Hare hablaba una vez de los psicópatas carismáticos y los definía así: gente de encanto superficial, con tendencia a mentir de forma patológica, una capacidad innata para persuadir a otros y manipularlos, con un gran don para hacer amigos (normalmente personalidades bastantes más débiles) y atraerlos a su causa tras convencerles de que solo ellos, los carismáticos, poseen las cualidades más nobles, haciéndoles partícipes de sus sueños imposibles. Personajes indiferentes ante las consecuencias de sus actos y con los que todos nos hemos topado más de una vez y a la que les hemos puesto nombre y cara. De asco, los más; de arrobamiento los menos avispados. Este tipo de individuos se convierten en ejecutores máximos de la soberbia y la envidia. Es nuestra labor no dejarnos engañar y ver que bajo semejante manto de complicidad, juerga sin par y buen rollo forever, en realidad, caminan por la vida sucios, desnudos y malolientes. Allá ellos.
Y aquí aparco el blog unos días porque próximamente me iré a conocer otras tierras y otras gentes, algo imprescindible para desintoxicarse de escándalos bancarios, presidentas mentirosas, recortes imposibles y neoliberalismos varios. Sed buenos. O no.


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