Vi Blade Runner por primera vez hace ya muchos años y no me gustó. Tal vez porque las circunstancias no eran propicias para entender una película de ciencia-ficción del género negro o quizás porque salía Harrison Ford. Y no lo digo por decir, sino porque Ford no ha sido, nunca, ni de lejos, mi actor favorito. Ello tiene mucho que ver con el hecho de que su personaje de Han Solo en Star Wars me producía, y aún produce, bastante rechazo. No sé. A lo mejor porque el héroe fanfarrón con mañas de ligón de bar no va conmigo. Siempre he preferido al que lo pasa mal, se implica, da la cara por aquellos que quiere y se la juega sin hacer alardes de ello. Soy más de Luke Skywalker que de Han Solo, y si alguna vez me he pasado al lado oscuro, no me ha ido mal, sino fatal.
En fin, dejando a un lado al señor Ford y sus interpretaciones manifiestamente mejorables, Blade Runner me pareció una película triste y oscura. Muy triste y muy oscura. Sin embargo, reconozco que es de esas cintas que ganan con los años y se van haciendo más grandes en la memoria individual a medida que uno acumula vivencias. Adquieren dimensiones casi épicas mientras vas descubriendo que las comedias románticas ni son comedias ni son románticas y que, más que hacerte ver el lado bueno de la vida, como dirían los Monty Python, te llevan a vislumbrar las tragedias futuras de lo cotidiano. Es lo que tiene haber vivido, que las historias de Hollywood te pillan con el paso cambiado y la ironía a flor de zapping.
Con el tiempo, creo que Blade Runner fue el detonante que me hizo entender qué era eso de la empatía. Porque, hasta aquel entonces, para mí constituía un algo sin nombre que algunas personas teníamos pero al que no sabíamos poner letras. Entiéndase que, en esa época, yo estaba apenas saliendo del cascarón. La prueba del algodón definitiva de la carga emocional se esconde en el argumento de la película, en el test de empatía que se les hace a los replicantes para averiguar si son tales o, en cambio, albergan la condición humana. Al final, y creo que no destripo nada diciéndolo, uno se vuelve a sus asuntos con la duda de si el personaje de Han Solo tiene más de robot o de humano, porque sus desvirgadas emociones prometen que una raza distinta y mucho más compleja se esconde detrás de los inhumanos circuitos.
Desde entones siempre me he preguntado con cuántos humanos y replicantes me he cruzado en el camino, entendiendo por los segundos aquellos carentes de cualquier emotividad. Ahora mismo dudo y creo que el marcador se inclinaría hacia los segundos, porque ya he dicho muchas veces que hacer daño a sabiendas y sin que te importen las consecuencias de tus actos no es precisamente un signo de santidad. Ni tan siquiera de moralidad. Como tampoco lo es el convertirte en espectador pasivo del sufrimiento ajeno cuando solo un pequeño gesto podría secar lágrimas.
Esta vida perra que llevamos nos hace mirar solo por lo nuestro, entendiendo como tal lo que nos conviene en cada momento. Y es así porque en muchos casos no ejercitamos la solidaridad hasta que verdaderamente la necesitamos. En innumerables veces actuamos solo por puro egoísmo y placer efímero, siguiendo órdenes ajenas o consejos de dudosa intencionalidad. Y no nos damos cuenta que, al igual que Rick Deckard en Blade Runner, tenemos que escuchar y observar mucho a los demás para empezar a entendernos a nosotros mismos. Mirar al pasado sin prejuicios para poder ver el futuro con esperanza.
"He visto cosas que vosotros, humanos, no podríais imaginar. Naves de guerra en llamas ante los baluartes inexpugnables de Orión. Y he visto los rayos beta relampaguear en el vacío cerca de las puertas de Tannhäuser. Y todos aquellos momentos de perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es tiempo de morir. Time to die".
Todos hemos presenciado y vivido muchas cosas. Con mucha gente. Y no todas merecen perderse en el tiempo convertidas en lágrimas en la lluvia. Por empatía, pero también por justicia.
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