Me resulta muy complicado creer en cosas que se escapen a la racionalidad. Y, sin embargo, sí que estoy convencida de que hay sitios que te hacen sentir especial, igual que hay gente cuya compañía te reconforta y calma tu espíritu. Pero de la misma forma que opino una cosa, opino la otra, y también pienso que existen lugares y personas que nos ponen de los nervios, por decirlo de una forma suave. El motivo, no lo sé. Lo único que se me ocurre es que tienen algo capaz de colocar a nuestros sentidos en posición de alerta; un no sé qué presto siempre a tocar el resorte invisible de la incomodidad con el que todos cargamos.
Anoche fue San Juan, una noche que desde pequeña considero mágica. Por un lado encerraba la cosa práctica y lúdica (se acababa el colegio ergo empezaba el verdadero verano) y, por otra, atesora la magia del fuego, algo que me ha fascinando desde canija. A lo mejor esto último debería achacarse a mi herencia celta (¿o debería decir castrense, un origen histórico más académico?) o tal vez no. Quizás mi fascinación se deba a la capacidad destructora y purificadora del fuego; lo primero lo comprobé de muy niña, cuando vi con mis propios ojos la actividad de este elemento en los bosques gallegos durante una terrible oleada de incendios que me tocó vivir; la segunda es intuición y un poco de mitología: como el Ave Fénix, pienso que a veces las cosas tienen que ser reducidas a cenizas para poder reconstruirse.
Disfruto con el placer de una hoguera en las noches de verano, con el componente simbólico de compartir una queimada, pero también con la tierra, el agua.... Creo que siempre he sentido más respeto por las fuerzas tangibles de la naturaleza que por aquellas que no puedo ver y tocar aunque alguien con mucha fe me cuente que existen. Me gustaría ser capaz de abstraerme y pensar que son reales figuras como la Santa Compaña, aunque puedo entender su razón de ser: en unos tiempos donde la única forma de ir a ver al amigo, visitar al médico o contarle los pecados al cura era atravesar kilómetros de monte cerrado, cualquier pequeño fenómeno de la naturaleza o del hombre con el que te toparas necesitaba una explicación sobrenatural para no morir de angustia. Ahora mismo, daría un par de cervezas por ver a alguno de los televisivos chicos de Supervivientes pasando la noche al raso y solo en una fraga gallega poblada de vegetación; a ver qué nos contaba el figura al amanecer.
Ya digo que me encantaría creer en muchas cosas, y lo triste es que no soy capaz. Pero sí puedo creer en la magia de las personas y los lugares aunque tampoco sepa explicarla racionalmente. Igual que hay individuos dotados del poder de capturar tus energías y tu buena suerte (tu proximidad les pone en racha y tu ausencia en su vida solo conlleva penas), hay lugares que te colocan en un estado de ánimo especialmente favorable y otros que, sencillamente, te dejan indiferente. Y no estoy convencida de que dependa tanto de la compañía. Por ejemplo, a mí hay alguna que otra capital europea, de mucha fama entre la modernidad, que me deja fría, mientras que Londres, por ejemplo, me parece una fiesta para los sentidos. ¿Por qué? Porque soy como soy y, a estas alturas del metraje, no puedo cambiarme. Ya me gustaría a veces....
Creo en esto que he dicho, pero también creo que que cada uno de nosotros lleva la magia dentro. Ésa que nos hace diferentes y especiales. Y ojalá todos podamos encontrar a alguien capaz de captarla, de olvidar la racionalidad y los esquemas y perderse en nuestro mundo privado. Nos lo merecemos.
Os dejo una bonita canción con un mágico paisaje cántabro de fondo.
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