martes, 26 de febrero de 2013

Cómplices

Me contaban el otro día la historia de una persona (en realidad se trataba de dos pero uno de los casos lo conozco con más detalle) que en su día sufrió acoso laboral y que hoy, en su nueva empresa, ejerce lo propio con sus compañeros. Y no lo entiendo. Yo, que sufrí mobbing hasta el punto de perder gran parte de mi autoestima y padecer serios daños emocionales, juro que sería incapaz de practicar el acoso con otra persona. Lo juro porque sé lo que se siente siendo acosado, conozco la inseguridad, la soledad, la incomprensión, el que te acusen de paranoia, el abandono propio y ajeno... Pero también sé que de todo se sale y que uno vuelve a alzar la cabeza con la lección bien aprendida y las herramientas necesarias para solventar con garbo una situación semejante de volver a producirse. Asimismo, es facilísimo darse cuenta de hasta qué punto la gente puede ser miserable y ruin. De hecho, si hace diez años me hubieran contado que en mi vida me iba a topar con individuos capaces de someter al prójimo a situaciones tan atroces, me hubiera entrado la risa tonta. Pero, claro, hace diez años todavía creía que la mayoría de los humanos tiene buen fondo, que quienes dicen ser tus amigos lo son de verdad y que podía contratar una hipoteca a 40 años sin remordimientos ni amenazas bancarias.
La situación del acosado que se convierte en acosador me parece uno de los giros más grotescos que la vida puede dar. Soy incapaz de razonar por qué, sabiendo lo que puede dañar una tortura de este cariz, alguien se alía con el injusto y somete a personas a las que apenas conoce a tratos degradantes y a insultos y menosprecios continuos, delante o detrás de su cara. Es así como la persona se transforma en cómplice impostado de su propia injusticia, entrando en un bucle semejante al de aquel que de pequeño presenció o sufrió malos tratos y ya de adulto se convierte en maltratador o de quien padeció situaciones de acoso en el colegio y, en cuanto llega al instituto, hace lo propio. En mi opinión, significa que algo va rematadamente mal y que el individuo no se ha curado del todo, que sigue presa de sus miedos y cree que la única defensa es la exhibición de poder absurda y temeraria con los más inocentes. Del mismo modo, hay acosados que no sienten ya el acoso porque lo consideran "normal", cuando ni los episodios de vigilancia, ni los ninguneos, ni las amenazas (veladas o no) ni las humillaciones, lanzadas de rondón y como no quiere la cosa, son habituales ni, por supuesto, asumibles o decentes.
Cuando uno se convierte en aquello que ataca es cómplice necesario de su propia miseria. Ayer Twitter ardía en llamas por las palabras de ese actor devenido en político llamado Toni Cantó, que desde su puesto de UPyD venía a decir que gran parte de las denuncias por violencia de género son falsas. Imagino que alguna habrá, pero también es cierto que muchos casos de maltrato físico y/o psicológico nunca llega a denunciarse y que gran parte de las denuncias que se presentan van acompañadas de pruebas irrefutables y peritajes absolutamente certeros. Pero lo más grave no es que este tipo se crea el Cid Campeador en cuanto le ponen un teclado delante y tiene que hablar de animales, mujeres y animaladas; lo verdaderamente bochornoso y que le tendría que haber costado la dimisión si el ex actor tuviera un poco más de esa ética que tanto predica, es que ocupa el cargo de representante de su partido en la Comisión de Igualdad en el Congreso de los Diputados, la misma que busca soluciones para la Violencia de Género. Otro caso de inquietante complicidad que lleva directamente al sujeto a hacer buenas migas con aquello que, supuestamente, debería reprobar.
Recuerdo que nunca he considerado a Toni Cantó como un gran actor, que entre los periodistas se escuchan muchos comentarios sobre su ambición desmesurada y que sus ex parejas tendrían que contar mucho (y a lo mejor no demasiado bueno) de él. Pero, al fin y al cabo, su vida privada es su vida privada y si él no quiere exponerla, nadie tiene derecho a hacerlo. En lo que a mí respecta, comencé a cogerle simpatía con la serie Siete vidas, que ha sido uno de los grandes bluffs de mi existencia: acabé creyéndome tanto a los personajes que supuso una gran decepción, no solo comprobar que Tony, al contrario que su papel, iba de listillo con ínfulas, sino que Amparo Baró, la vecina atea, más roja que el capote de un torero, era en realidad votante del PP. Es lo que tiene confundir la comedia con la tragedia.
Creo que el señor Cantó está haciendo el papel de su vida, pero muchos preferiríamos que se leyera mejor el guión y no barruntara en público lo que solo se puede decir en compañía de amigotes muy pasados de calimocho. Opino que esta especie de desazón entre la cara (dura) que tienen algunos y los principios que predican supone un mal negocio, porque al final todos acabamos mostrando nuestro verdadero rostro, aunque sea por una razón muy sencilla: es imposible mantener la guardia y defender la torre del homenaje las 24 horas al día; en algún momento tenemos que flaquear. Me fastidia ver que hay gente capaz de actuar con ese doble rasero creyendo que los demás somos un puñado de idiotas y, sobre todo, me molesta que haya todavía quien aguante procederes semejantes y encima, les baile el agua a quienes no merecen ni tan siquiera un escupitajo. Pero, afortunadamente, con el tiempo también he entendido que no estoy en este mundo para salvar pecadores (creo que la Iglesia católica se ha adjudicado la tarea y me ha dejado a mí la fabricación de dulces de Cuaresma) y que no seré yo quien intente convertir a una babosa en un gato de angora. Como me dijo alguien hace tiempo y que no me canso de repetir, "si te arrastras, nadie te oirá gritar cuando te pisen". Amén.


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