miércoles, 13 de febrero de 2013

Con Dios

Confieso (qué bonito verbo) que he estado dos veces en Roma y que ni por casualidad se me ha ocurrido acercarme al Vaticano. No precisamente debido a mis conflictos con la fe católica y sus símbolos, sino porque me parece un lugar muy siniestro. Creo sinceramente que entre las paredes de sus insignes y magníficos edificios se esconde más de un fresco, y no precisamente de los que decoran muros. Incluso iría más allá y diría que en ese santo lugar la vida humana a lo mejor no vale tanto como nos creemos, tal vez porque los ciudadanos del piccolo Estado tienen garantizada la existencia eterna, ya sea entre nubes y arcángeles rubicundos o al calorcito rico de los braseros de su infierno.
Ningún lugar me parece mejor habilitado para ejercer el elevado arte de la conspiración. Además, la historia le avala y la experiencia es un grado. Por tenerlo, lo tiene todo para convertirse en escenario de cualquier thriller con ínfulas: dinero a expuertas, asesinatos sin resolver, guardias reales a los que se les prohíbe soltar prenda y muchos hombres de negro, ataviados con las más tenebrosas vestimentas que imaginarse pueda. No me extraña que Benedicto XVI, otrora conocido como Ratzinger Z, les haya hecho un sonoro corte de mangas. Los designios del Señor son así de irreverentes.
Al margen del escozor que me produce este asunto del papado, he de reconocer que ser Santo Padre no me parece ningún chollo: primero, porque te obliga a por lo menos aparentar que llevas una vida recta y una conducta intachable, ejerciendo un control inhumano sobre tus propios deseos y, segundo, porque tienes que soportar los meneos, traiciones y desvaríos que mueven a las camarillas instaladas en el Vaticano. Antaño sí se lo montaban bien, con esos Papas que ponían y quitaban reyes y se pasaban el día entregados a los siete pecados capitales. A ellos que no les dolían prendas a la hora de robar, manipular, tener hijos con varias mujeres de alta y baja cama y corromper súbditos y gobiernos. Gracias a su sabiduría eterna y a su gracia divina, algunos mindundis del siglo XXI nos vemos obligados a convivir con monarcas, ya no elegidos por el dedo de Dios, si no por la avaricia de aquellos Padres que de santos tenían lo que yo de Carmen de Mairena.
Cuando Benedicto XVI accedió a lo más alto de la curia, se dio por hecho que su llegada era producto de la conspiración del ala más conservadora de la Iglesia. Recibíamos con alboroto a un Papa achacoso, inflexible, muy poco carismático, con escasas habilidades sociales y, desde luego, cero moderno. Ahora, aquel que nos dio tanta tirria en sus primeras apariciones, se va por la puerta de chiqueros y solo por hacerlo ya nos parece bueno. Él dice que lo hace en "total libertad", algo que nosotros traducimos como que los más rancios y avariciosos de entre los suyos le han presionado hasta dejarle exhausto. Que el hombre y su mala salud de hierro no han soportado más las batallas internas a cara de perro entre cardenales. Se larga dejando que las alimañas se saquen las entrañas en el patio de armas.
Imagino que algo de eso (o mucho) habrá: si el rostro es el espejo del alma, basta echar un vistazo general a las reuniones de sus eminencias para darse cuenta de que el Vaticano es lo más parecido a un nido de cuervos, muy alejado de lo que debería constituir el ideario fundacional de la Iglesia Católica. Y no solo lo digo yo; también muchos de los suyos. Pero por eso mismo tiene que ser apasionante estar ahora en el epicentro romano y ver volar los cuchillos mientras revolotean las sotanas. Lo suyo no es una cuestión de fe sino de poder. Precisamente por ello, no creo que el abandono de Ratzinger pronostique una apertura al progresismo que todos reinvindicamos: los depositarios del oro vaticano y controladores de gran parte de las finanzas que quitan y ponen gobiernos en Europa están convencidos de que el secreto para seguir moviendo los hilos de su inmensa tela de araña es instaurarse en el conservadurismo más atroz. El Papa se ha convertido en la diana fácil de un inmenso negocio que hay que seguir explotando, al menos hasta que la propia empresa implosione víctima de la avaricia y la soberbia. Y la permanencia secular no se consigue haciendo el bien tal como ellos lo entienden (voto de pobreza, ayuda a los necesitados…), sino mercadeando con los emisarios del mal. Que Dios nos coja confesados.



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