Corren malos tiempos para el amor (o para la lírica, como dirían los chicos de Golpes Bajos, un grupo al que nunca acabé de entender bien). Se ve que estamos demasiado cabreados e iracundos como para dedicarnos a ir por ahí entregando nuestro corazón al primero que pase. Nos pensamos tanto todo que hasta acabamos dando demasiadas vueltas a asuntos que deberían fluir de natural; andamos tan enganchados a la cólera que el romanticismo se nos ha quedado aparcado ahí, en el cajón de la ropa íntima, madurando al hedor del alcanfor.
Y, sin embargo, el 14 de febrero sigue fiel a su cita, recordándonos año tras año que el amor es un sentimiento universal, que hay que querer al otro más aún que a uno mismo y, sobre todo, que debemos dejarnos la pasta gansa en obsequiar al ser amado para demostrar que, efectivamente, pensamos en él más que en los bancos. A mí, en lo personal, San Valentín me la trae al pairo. Tal vez sea porque lo concibo como una inmensa operación de marketing, o quizá haya sufrido daños irreparables tras ver aquella película ñoña que proyectaban en Cine de Barrio y en la que el santo era un señor todo trajeado (interpretado por Jorge Rigaud) con cara de facha y pinta de tener varios millones en algún paraíso fiscal. Tanto tiempo dibujándonos a Cupido como angelote rubio y sonrosado y a Eros como el eterno joven de buen ver y mejor catar, para que la censura española se ponga estupenda y nos fabrique a un vejete con cara de cacique de pueblo amante del buen bourbon. Así no hay quien conserve la fe.
Fuera bromas, para mí, el día de los enamorados tiene mayor sentido si lo adaptamos al modo anglo, es decir, más del amor y la amistad que del amor romántico a secas. Porque cualquiera de nosotros, para deleite de los grandes almacenes, puede sentir amor no solo por su pareja, sino también por su familia y amigos. Yo soy la primera que se postula, y lo voy a repetir aunque suene hípercansina, como defensora a ultranza del sacar pecho por el amigo simplemente porque lo sea, de dar la cara por él, de escucharle aunque se equivoque (ya habrá tiempo de pedir y dar explicaciones) y de arroparle siempre ya que, ante todo, es parte de ti y te ayuda a sentir y a disentir. Aunque últimamente le empiezo a encontrar ciertos peros a esta innegable entrega, sobre todo cuando observo el comportamiento de determinados círculos abandonados al amor parasitario, es decir, a la amistad de conveniencia, que viene a ser uno de los sentimientos más ruines que ha parido el ser humano.
Pongo por ejemplo a Esperanza Aguirre, esa mujer a la que siempre llevo en mis oraciones y que más que amor, lo que me despierta es cólera. Recordemos que esta señora que nos malgobernó es y sigue siendo, intimísima de dos esperpentos de la economía española: Arturo Fernández, el pagador de negro y Díaz Ferrán, ese individuo que, tras costear parte de la campaña de la ex presidenta, ha ido a dar con sus huesos en la cárcel por estafador, ladrón y caradura. Aguirre ha demostrado una lealtad infinita hacia el delincuente, ya se apellide Fernández, Díaz o Carromero (el "homicida cubano"), algo que quedaría muy bien en su currículum emocional si no se sustentara sobre una base absolutamente despreciable.
No digo yo que toda esta panda no se guarde cierto cariño entre sí. A fin de cuentas, son todos de la misma condición. Pero estoy convencida de que lo que tanto les une no es la amistad sincera sino el intentar que ninguno de ellos se vaya de la lengua y deje a los demás en paños muy menores. Se han retroalimentado tanto y durante tanto tiempo a base de contratos, concesiones, trampas y cartones, que ahora su destino está entretejido y no se pueden soltar, porque si se cae uno se matan todos. Es lo que tienen las uniones por interés, atadas por el débil lazo de chantaje mutuo.
Porque una cosa es defender al amigo que bien te quiere simplemente porque lo es, y otra muy distinta hacerlo porque si no, él se vengará y te arruinará la existencia. Y ahí reside el quid de la cuestión, ya que todos sabemos mucho de la vida de quienes queremos, pero a la mayoría no se nos ocurriría utilizarlo en su contra jamás, sobre todo porque con ello no solo ponemos en solfa esta supuesta amistad, sino que evidenciamos tener muy poco respeto al otro y, sobre todo, muy poca vergüenza. Comerciar con las intimidades de alguien que se siente tu amigo es indigno y cobarde, y quienes hemos vivido algo así lo sabemos.
Corren tiempos de cólera. Precisamente por eso, tenemos mucho que agradecer a quienes siguen a nuestro lado en este vía crucis. Cuando caes en desgracia, te das cuenta de que los que continúan a tu vera merecen todas tus sonrisas y abrazos. Ahí uno descubre quién se mueve por interés (cualquiera que éste sea) y quién no. A los primeros, feliz día, mes y año del amor y la amistad; a los demás, mucho ajo y poca agua. Y a los grandes almacenes... nos vemos el Día del Padre.
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