Decía este fin de semana Rosa Montero en El País que se puede llegar a amar y odiar a la vez a la misma persona. Estoy de acuerdo. Se puede amar a alguien, odiarlo, o amarlo y odiarlo a la par. De hecho, creo firmemente que esta dualidad sentimental se mantiene y, a lo mejor hasta nos mantiene, a todo lo largo y ancho de nuestra existencia y no hay que sentirse culpable por ello.
En las primeras etapas del enamoramiento súbito, es normal idealizar a la persona amada, hasta el punto de querer ver únicamente lo que deseamos y ensalzar aquellos comportamientos que se encuadran dentro de los requisitos mínimos que exigimos a nuestra otra mitad. Tendemos a crear en nuestra mente una persona que, aun siendo real, adquiere las características de personaje en tanto en cuanto le dotamos de muchas más virtudes que defectos: belleza, generosidad, inteligencia, valentía etc. A medida que la relación evoluciona, determinados actos nos empiezan a dar pistas de que la persona que tenemos a nuestra vera no es un príncipe azul ni una princesa de cuento. Algunos llegarán a pensar "ni falta que le hace" mientras otros se preguntarán si tal vez ese hombre o esa mujer no son realmente como se habían presentado ante nosotros (recordemos que en la labor de conquista todos tendemos a exagerar y potenciar las cualidades que creemos importantes para el otro) si no de alguna otra manera que alcanzamos a intuir pero no a ver. Tampoco es raro: lo mismo nos pasa con nuestros amigos y con gente a la que tenemos un cariño especial.
Pero cuando ese individuo en el que creíamos y al que queríamos comete un acto que le envilece ante nuestros ojos, "asesinando" literalmente una de aquellas características que le hacía especial, surge el drama. Y con él el odio, porque esa especie de aberración fetén y absoluta hacia alguien solo es posible si le has querido antes o si le culpas de haber atacado, de una forma muy vil, a un tercero a quien has amado o amas. Le odiamos porque nos falla, porque destruye esa ensoñación en la que nos habíamos acomodado, porque nos demuestra que estábamos equivocados (o peor: que nuestra intuición era certera) y porque nos vemos reflejados en sus ojos y no nos gusta lo que contemplamos. Nos espanta mirar a esa persona que fuimos, tonta y obnubilada por un espejismo que nunca existió, pero como es tan complicado lanzar los dardos del odio a nuestra propia inconsciencia, los dirigimos directamente hacia el otro, culpable al fin y al cabo de no ser como nosotros creíamos que era.
Y a lo mejor siempre fue tal y como ahora se presenta: una persona en la que jamás repararíamos si las circunstancias no fueran propicias. Creo que, para que el amor surja, se tienen que dar circunstancias temporales y especiales muy determinadas, y también que, a veces, las mismas coordenadas dan lugar a extraños encuentros y crean extravagantes compañeros de cama que no pronostican un buen final, sea cuando sea que éste se produzca.
Del amor se puede pasar al odio en cuestión casi de minutos, pero es difícil pasar del odio al amor. Resulta muy complicado, tras haber experimentado una decepción profunda, aprender de nuevo a aceptar al otro como es y no como creíamos que era. Y es extremadamente difícil porque el objeto de nuestros pesares no suele hacer mucho por ayudarnos en este complicado proceso de "ir hacia la luz"; suele refugiarse en el "así soy yo, si me quieres bien y si no, peor para ti". Claro que yo te quiero, o te he querido pero, ¿me has querido tú? Porque si has tenido sentimientos hacia mí ¿por qué no me ayudas a conocerte, a recomponer lo roto, a reconocerte en fin? El afrontar junto al herido las desilusiones sembradas, demostrarle en cada detalle que no eres el "vampiro emocional" que asomó los dientes, es la manera más sutil de convencerle de que se puede recuperar el amor y que la virtud de la constancia, la paciencia y el luchar por lo que quieres y por quien quieres nunca se perdieron en el pantano del desamor.
Aun así, sigo pensando que la manera más fácil y menos farragosa de dejar de odiar es optar por el camino de enmedio: la indiferencia. No hace daño a quien la profesa y, además, es la mejor respuesta cuando alguien no muestra el más mínimo deseo de recomponer lo dañado. El único problema radica en que la indiferencia ve la luz tras un larguísimo período de gestación que exige un laborioso y constante trabajo emocional. Quien diga de la noche a la mañana que la persona a la que amó (o el amigo al que tanto apreció) le es ahora indiferente, miente. Mucha gente has de conocer, muchas montañas has de subir y muchas carreteras has de caminar para lograr que alguien que te importó un mundo te importe nada. Lo contrario es mentirse a uno mismo de una manera burda y muy poco inteligente.
Pido mil perdones si me he puesto cursi, ñoña o incluso absurda. Quienes me conocen saben que se me da fatal hablar de amor y que la vida me ha hecho muy descreída. Los desatinos es lo que tienen, que a veces crean monstruos. Eso sí, con mucho corazón.
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