Estos días, los medios se han hecho eco de la muerte de una bebé de 13 meses en Almería. Según apuntaban, el culpable era el hombre que en ese momento la estaba cuidando, un tío materno de la niña. En aquellos primeros instantes, saltaron todas las alarmas: hombre veinteañero (¡y además rumano!) a cargo de una niña pequeña solo puede dar como resultado un asesinato brutal. Siguiendo esta línea de reflexión, podrida desde el inicio, algunos medios llegaron a señalar que la muerte había sido producto ya no de una violencia sexual, sino de un bestialismo sin precedentes.
Ayer por la tarde, sin embargo, y tras haberse realizado la autopsia, resulta que no había habido agresión sexual. Es cierto que el cuerpo de la niña presentaba hematomas y algún golpe (de ahí que su cuidador esté ahora en libertad con cargos a la espera de los resultados de la investigación), pero el demonio sádico que había despertado unas horas antes resultaba, a lo mejor, no ser tal. A estas horas, todavía no he encontrado un medio que haya entonado el mea culpa por haber barruntado lo peor y hacernos creer a la opinión pública que el sadismo sexual es la madre de todas las historias.
No se trata del único caso que me viene a la mente. En 2009, murió una niña en Tenerife cuando estaba a cargo del novio de su madre. En primera instancia, tanto los médicos, como la policía y, por supuesto, la prensa, a la que estas historias le gustan más que comer con los dedos, señalaron que el padrastro habría golpeado, vejado y violado a la criatura hasta matarla. La noticia se acompañaba con la foto del interfecto, mirando como de lado y con gesto serio, en lo que parecía el retrato robot de un asesino múltiple. Para mayor trifulca mediática, la madre de la niña se puso de parte del supuesto agresor, lo que nos llevó a pensar que aquello era una historia de enajenación mental y sadomasoquismo en el seno familiar.
Nuevamente, la autopsia nos dejó con el culo al aire: no había habido violación alguna, las lesiones que presentaba el cuerpo eran producto de los intentos por reanimar a la fallecida y las quemaduras que habían percibido los médicos a primera vista (menudos linces) eran, en realidad, excoriaciones causadas por una alergia. Tras acaparar portadas, las disculpas de algunos medios se resumieron en dos líneas mal contadas.
No me quiero imaginar por lo que habrán pasado tanto ese hombre como la madre de la niña, acusada de cómplice necesario. El padrastro, que la había cuidado y querido desde siempre como una hija, además de tener que presenciar cómo la niña se cae del columpio cuando él está con ella y muere (el cargo de conciencia tiene que ser insoportable), se ve obligado a observar su rostro en todos los medios del país acusado de los crímenes más abyectos. Para demandar y no parar hasta la jubilación de Gallardón. Por lo menos.
Con la inmediatez de las redes sociales e internet, el rigor periodístico se ha ido por las cloacas. Lo importante es dar la noticia antes que nadie y, lógicamente, la investigación previa se reduce a la mínima expresión, en ocasiones únicamente a buscar las coordenadas geográficas y poco más. Vivimos en tiempos donde el rumor se da por cierto y a lo que es verdad se le ignora cuando la realidad no es merecedora de un titular de altura. Y si no, remitámonos a la matanza en el colegio norteamericano de Newtown, cuando, en un primer momento, obsesionados por ponerle cara al culpable, los medios rastrearon las redes sociales encontrando un perfil de Facebook que resultó ser el del hermano del asesino. Dio igual: lo importante era ponerle nombre y cara al autor de la matanza. Y por mucho que el falso acusado protestó y se desgañitó online proclamando su inocencia, no se pudo librar de verse a sí mismo en los noticieros esposado e introducido en un coche policial. Nadie le creyó porque nadie quería creerle. Es más fácil confiar en Twitter que en las personas.
Todos somos lo suficientemente inteligentes como para dar credibilidad a los testimonios dependiendo de donde vengan. Pero también tenemos que pensar qué tipo de sociedad viciada nos lleva a conclusiones del todo fuera de lugar, sin margen alguno para detenernos a reflexionar que las cosas pueden no ser tal y como nos la cuentan. En el caso de las niñas, los primeros que pusieron el grito en el cielo fueron los médicos. Pasmada me quedo. No entiendo muy bien el protocolo de las urgencias hospitalarias que, cuando un menor llega con una lesión física, si ya sabe hablar le someten a un interrogatorio en el que los adultos no pueden decir ni mu; todo con el fin de averiguar si el esguince se lo ha hecho jugando o al fútbol o se lo ha causado su padre arreándole con una barra de hierro. Partimos de la base de que todos somos culpables si no se demuestra lo contrario, algo que carece de toda justificación ética. Primero sospechamos y, luego, si eso, pedimos perdón. O no.
Esta sociedad debe de tener una muy mala conciencia de serie cuando ha hecho del "piensa mal y acertarás" un leit motiv. Nos resulta mucho más sencillo y efectivo hacernos eco de lo malo (agrandándolo hasta lo dantesco) que de lo bueno. Eso sí, si se demuestra que estamos equivocados, ¿para qué disculparnos? Ya nadie puede volver atrás, ergo que cada palo aguante su vela. Es tan fácil destruir una vida... Y sin embargo, estoy segura que nada bueno se construye sobre el dolor y el sufrimiento de otra persona que no ha hecho nada por merecerlo. Ojalá todos fuéramos un poco más conscientes de ello, de forma pública, pero también privada.
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