De todas las medidas aberrantes que ha tomado este gobierno, siguiendo las directrices de otro que pretende alcanzar el cielo a través de la austeridad, una de las más insensatas (por no decir la más) ha sido la de eliminar el subsidio de 426 euros que se concedía a aquellos parados que ya habían agotado la prestación.
Tal medida supone así, calculando por lo alto, un ahorro de 2.000 millones de euros anuales. Parece mucho, es evidente, pero si tenemos en cuenta que a la iglesia católica, sin merecerlo, se le condonan al año unos 3.000 millones de euros en impuestos, ya me gustaría saber a mí dónde está la justicia. Sea divina o terrenal.
Cada día que pasa, el número de familias con todos sus miembros en paro aumenta. Son muchas las que se ven obligadas a malvivir con los 400 y pico euros que aporta alguno de sus miembros. Gracias a eso y a la caridad ajena, hay gente que, por lo menos, puede comer. Si a partir de ahora se les niega lo indispensable, estaremos condenando a una gran parte de la población española a vivir en la más absoluta miseria, lo cual es inhumano, indigno y merecería ser juzgado por el Tribunal de la Haya... o el que haya.
Las consecuencias de tamaño desbarajuste pueden alterar profundamente el mapa social y económico de España tal y como lo conocemos. Poniéndonos en el mejor de los supuestos, toda esta nueva clase de desarrapados cuenta con la opción de lanzarse en brazos de la economía sumergida, con lo que adoptaríamos el modelo de muchos países de América Latina a quienes este tipo de riqueza ha llevado durante años por el camino de la amargura. En parte es la senda que ya hemos tomado, porque si no nadie se explica que, con cinco millones y pico de parados, el país aún no haya estallado en mil pedazos.
En el caso peor, caminamos directos hacia una aumento salvaje de la delincuencia y a una revolución social de consecuencias imprevisibles, tanto dentro como fuera de España. Un panorama casi apocalíptico al que Rajoy y los suyos nos conducen por la mísera cantidad de 426 euros al mes, el límite extremo entre la pobreza y la miseria. Y estamos hablando de una norma arbitraria, egoísta e insolidaria, tomada por gente que, aun poseyendo vivienda propia en Madrid, lugar donde está el Congreso de los Diputados, tienen la caradura de cobrar dietas por desempeñar un trabajo al lado de casa (alojamiento, comidas, etc) que, encima, les pagamos entre todos.
Intentar solucionar una crisis siguiendo un modelo que se ceba en los más débiles, empobreciendo a la mayoría de la población para solaz de unos cuantos es estúpido porque, en el fondo, nos condena a todos. Para más inri, estamos acatando como propios unos parámetros que nos son ajenos, obedeciendo los dictados de un país, Alemania, cuyo brazo armado es la Unión Europea y que siente un miedo atroz a la pobreza. Porque sí, Alemania también fue pobre (a la historia del siglo XX me remito) y, como Escarlata O'Hara, juró no volver a pasar hambre en la vida, aunque fuera a costa de la supervivencia de los demás con medidas carente de lógica y futuro. Un gobierno incapaz de rebelarse ante las exigencias desproporcionadas que van en contra de sus principios y de las personas que representa es un gobierno desacreditado desde su nacimiento, inhabilitado para copar los lugares más altos de la administración.
Al igual que cuando alguien no puede tomar decisiones coherentes en su propio beneficio, nuestro deber como pueblo soberano y solidario es pedir la incapacidad a perpetuidad de aquellos que nos rigen prensando solo en el beneficio propio y en un malentendido bienestar comunitario, aunque para ello tengan que hundir y humillar vidas ajenas. Y todo por cuatrocientos cochinos euros. ¿De verdad vale la pena?
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