domingo, 29 de julio de 2012

Ceremonias

Lo confieso: soy de lágrima fácil en las ceremonias. Es ponerme en medio de un evento tan glamuroso como ponderoso y salirme la llorera ridícula que acompaña a todos aquellos a quienes el sentimentalismo les lleva por el camino de la perdición. Me pasa con cualquier tontada menos con las bodas, que me producen una sensación extraña, entre el cabreo y la pena. No es que sienta envidia de la novia, y menos aún del novio: es que esta cosa de sellar el amor ante terceros me produce una sensación de fatalismo total y, como es algo que llevo arrastras desde pequeña, he decidido que va siendo hora de dejar de luchar contra él y resignarme a que, me ponga como me ponga, las bodas y una servidora no casan bien.
Pero como en el resto de las ceremonias mantengo tanto la cordura como la compostura, intento abstraerme de presenciarlas, no vaya a ser que empiece a soltar el lagrimón en el momento menos apropiado. Por esa razón decidí pasar de ver la apertura de los Juegos Olímpicos de Londres, para evitar que contemplando a Pau Gasol me entraran unas ganas incontrolables de regar Murcia o acabar con la sequía del Sáhara. Mi momento ñoño está siempre ahí, esperando con la bandera baja, para dejarme quedar en muy mal lugar y no concederme ni tan siquiera diploma olímpico.
Aun así, por mucho que una quiere hacer como si las cosas no suceden, todo ocurre y fue poner la tele al día siguiente y empezar a recibir petardazos de información: niños, Voldemort, más niños, Mary Poppins, enfermeras, niños otra vez, James Dean, James Bond... Aquello era un no parar de mitos del pueblo. Todo el que ha sido alguien en la Gran Bretaña tuvo su sitio en la ceremonia, incluida la reina, convertida por una noche en chica Bond.
He de decir que a mí, semejantes lugares del imaginario común del Reino Unido (con permiso de Gales, Escocia e Irlanda, que no sé qué opinarán de que los metan a todos en el mismo saco) me resultan mucho más cercanos que, por ejemplo, la escenografía de la penúltima inauguración de los Juegos Olímpicos en Pekín. A esta servidora, por mucho que todo el mundo se deshiciera en alabanzas hacia el milagro asiático, le pareció como si alguien hubiera puesto fuegos artificiales en un enorme bazar chino, esperando a que salieran escopetados el gato de la suerte, la muñeca con purpurina y un ejército de Kens vestidos de lagarterana. Después de presenciar aquel alarde de luces y color, la cosa británica, con niños, historietas, películas, famosos y coreografías, me resultó más parejo a los gustos occidentales, como una representación de fin de curso del cole, pero a lo grande, y con todos los medios del mundo compinchados para convertir el evento en una invocación al sentimentalismo universal.
No quiero pensar lo que ocurriría si esto mismo pasa en el Madrid que nos alumbra y tenemos que montar un fiestón en el Bernabéu o en la Peineta. Tal y como está el sentimiento español y lo modernos que parecemos, imagino que no faltaría el número zarzuelero, Los del Río y Siempre Así cantando unas sevillanas a la amistad, proyecciones de toros y monumentos nacionales y Julio Iglesias entonando un himno ad hoc mientras Norma Duval se descoyunta sobre el escenario vestida de Power Ranger versión porno. Porque, visto lo que ha pasado con el uniforme olímpico (a estas alturas nuestros deportistas no han ganado ni a la brisca, imagino porque les da reparo subir al podium de tal guisa) supongo que la escenografía estaría a la altura de semejante dechado de buen gusto y elegancia, con recreaciones de La cabina (un clásico que nunca falla) y Los Bingueros, y con Santiago Segura, convenientemente caracterizado de Torrente, acudiendo a buscar a nuestro monarca al palacio de la Zarzuela en un Seat Panda, de ésos que llevan el elefante de peluche en el salpicadero. Todo, por supuesto, bien orquestado y dirigido por Juan Antonio Muñoz, el ex compañero de José Mota en Cruz y Raya, que tendría el buen ojo de contratar a Chiquito de la Calzada para tocar el bombo en una orquesta dirigida por Luis Cobos, mientras repasa en flashback sus grandes éxitos cinematográficos (Aquí llega Condemor, Brácula...) y los músicos dan lo mejor de sí mismos en una versión con castañuelas del We are the Champions.
Solo de imaginarlo se me ponen los pelos como escarpias. Será por la sobredosis de alegría. Y estoy segura de que todos mis compatriotas que lean esto soltarán la lágrima en cuanto les llegue una noticia sobre Madrid ciudad olímpica y piensen en las innumerables sorpresas que guardan nuestras autoridades bajo la manga. ¡Así que a llorar, amiguetes! De emoción, lógicamente...

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