lunes, 16 de julio de 2012

Funcionarios

En mi familia, cosa rara, nadie me empujó nunca a hacerme funcionaria. Reconozco que mi madre hubiera querido que fuera maestra o que hiciera una carrera que le parecía tan rimbombante como la de Medicina. Pero la mujer lo sugería más por la iconografía clásica española (el poder otorgado al cura, al maestro, al alcalde y al médico) que porque pensara que la menda podría cobrar una nómina de la administración pública. Corrían otros tiempos, aquellos en los que un trabajo era para toda la vida (no, no se trata de una leyenda urbana), fuese en lo público o en lo privado.
Mis contactos más directos con el funcionariado fueron, por lo tanto, muy poco estrechos máxime cuando una, en sus años mozos, nunca se cuestionaba que los bomberos, la policía o el médico de cabecera fueran integrantes de este lejano grupo. El funcionario era aquel que salía en las viñetas, un hombre gris sentado detrás de una mesa y, si acaso, la funcionaria asesina de la canción de Alaska que tanto despiporre nos causó en su tiempo.
Con los años, una se va ubicando en su pequeño mundo y hasta le da la ventolera de querer opositar. Sí, me pasó y, como vino, se fue. Entre tanto, a nuestro alrededor medraba la leyenda negra del funcionario español, un ser vago y apático, que chupa de la teta del Estado mientras vive a todo tren sin dar palo al agua. Cría fama y échate a dormir, que dirían muchos.
Imagino que habrá funcionarios que se correspondan, punto por punto, con este cliché de empleado de baratillo. Juro que, en la empresa privada, he conocido a una pandilla de vagos que dejaría en mantillas a semejante personaje: gente que se pasa la vida escaqueándose, quejándose, perdiendo el tiempo y haciendo lo mínimo (mal) para, en cuanto surgen problemas, echarle la culpa a otro. Nunca a la cara, obviamente. Y creo que este tipo de seres parasitarios se da en todas partes, ya sea en un ministerio, una fábrica de tornillos o un monasterio cartujo.
Los funcionarios que yo conozco, al menos, tienen una ética del trabajo que ya la quisieran muchos. Disfrutan con su profesión e incluso se llevan trabajo a casa más allá de las horas de obligado cumplimiento. Les gustan sus deberes, pero también les gustan sus derechos, esos mismos que no han ganado precisamente en una tómbola, sino después de un arduo -y en muchos casos largo- camino.
Me decía hace tiempo un amigo profesor que entendía que los funcionarios fueran siempre los malos de la película por aquella cosa de que tener un trabajo fijo. Y me apuntaba también que, a cambio, ellos están supeditados a los vaivenes y caprichos del Estado: "Si ahora mismo el gobierno dice que nos quedamos sin pensión de jubilación; no hay más que hablar". Obviamente, no se quedaron sin pensión, pero sí se les ha bajado el sueldo y se les ha dejado sin paga extra de Navidad, ésa que nos viene tan bien a todos para poder nadar y guardar la ropa entre subidones de Diciembre y bajones de Enero.
Obviamente, hay funcionarios en España que cobran un sueldo más que digno; pero también hay otros muchos que ganan lo justo. Y a cambio de deslomarse porque, no hace falta que lo recuerde aquí, funcionarios son también los médicos que nos atienden en la Seguridad Social, los profesores que nos han dado clase o se la darán a nuestros hijos, y muchos otros que nos solucionan la vida tras un ordenador. Todos ellos somos también nosotros y, cuando el gobierno opta por la vía fácil, la de estrangular a este colectivo hasta casi desangrarlo, nos está atacando a todos. Personalmente y públicamente, minando la línea de flotación de un país a la deriva.
Estos compañeros de miserias, al menos, le han echado valor al asunto y han salido a la calle a patalear, tal vez porque están curados de espanto y han visto desfilar por encima de ellos a enchufados, gerifaltes de medio pelo y personajillos sin mérito alguno, los mismos que ahora tienen la desvergüenza de decidir sobre sus vidas. No es de recibo que nos quedemos mirándolos desfilar porque ellos, al menos, tienen un trabajo fijo y nosotros no. Están tan vendidos y vapuleados como podemos estarlo el resto. Por dignidad, por agradecimiento y por conciencia deberíamos hacerles la ola. Y que no me digan aquello de "son unos insolidarios; ellos no nos apoyaron cuando nosotros sufrimos y ahora quieren que demos la cara"; yo siempre he ido a las manifestaciones en compañía de funcionarios sin que nuestra profesión fuera impedimento para salir juntos a la calle. El objetivo lo valía, el bien común lo exigía y, ante eso, no hay disensión que valga.
Creo que este país, a pesar de todo, está llamado a grandes gestas. Y no me refiero a las deportivas, o no solo a las deportivas. Tal vez deberíamos plantearnos empezar por la insumisión política. Se lo merecen los de arriba y, sobre todo, nos lo merecemos los de abajo.

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